Almas solitarias

El aire helado y húmedo le golpeó en la cara cuando salió a la calle. Levantó el cuello del abrigo con ambas manos y hundió el rostro en él para protegerse. El frío también se colaba por sus piernas solo cubiertas por unas medias de seda demasiado finas para esa época del año. La idea de ponerse minifalda no parecía tan buena en ese momento.

Giró la cabeza a ambos lados soñando con vislumbrar un taxi que le ahorrase el penoso paseo a casa sobre los delgados tacones, pero la estrecha calle amanecía desierta y cubierta de neblina. Suspiró resignada. En cualquier caso el camino era breve, siempre y cuando cruzase por el parque, de modo que decidió empezar a andar para calmar el frío.

Otras almas solitarias como ella se precipitaron desde la puerta del club hacia lo que restaba de noche. No se giró a comprobarlo pero escuchó los golpes secos de la puerta al cerrar y luego sus pasos. Serían cinco o, quizás, seis personas. Entre ellas una pareja que hablaba y reía demasiado fuerte. Fueron los primeros en alejarse por la primera bocacalle que encontraron.

Las pisadas disminuyeron y también las voces. Alguien cuchicheaba, tal vez a un teléfono móvil porque no obtenía respuesta audible. Su cadencia al andar era lenta y algo irregular. Fue quedando atrás hasta que sus murmullos se deshicieron en la niebla, cada vez más densa, que les rodeaba.

Ya solo la seguían dos pares de zapatos, ambos masculinos casi seguro, aunque no parecían ir acompasados. Estaba el que dejaba atrás uno de sus pies, arrastrándolo vagamente por el suelo con un susurro ronco. El otro era más eficaz y rápido y le dio alcance antes de que llegara al final de la manzana. Pasó por su lado y se tocó el sombrero, a modo de saludo, mientras esparcía tras él el humo del cigarrillo que reposaba en la comisura de su boca. La adelantó para desaparecer dentro de la nube acuosa que cubría la avenida.

Allí, en el cruce, se giró por vez primera para comprobar que en la calle que acababa de dejar atrás no había nadie más. Estaba sola y ante ella se extendían los muros del parque, el camino más directo a su morada, pero dudó. Podía esperar hasta que apareciese un taxi o cruzar la calzada y penetrar en el bosque artificial que tenía delante. No era la primera vez que lo hacía y nunca había tenido problemas.

El negro cielo comenzó a clarear tiñéndose de azul y eso la motivó. Hizo resonar sus tacones sobre el asfalto hasta alcanzar el arco de piedra que daba paso al sendero adoquinado entre los árboles. Apenas iluminado por farolas amarillentas, había vivido tiempos mejores al igual que ella. Se arrebujó en su abrigo de nuevo antes de entrar como si, con ese gesto, con esconder su cara de la vista ajena, se protegiese.

De inmediato percibió el cambio. El ambiente en aquel lugar era más tibio, oloroso a tierra mojada y vegetación, y se recreó en los aromas que detectaba su fino olfato mientras el empedrado le devolvía el eco de sus pasos.

Al principio todo iba bien, incluso dejó de sentir frío, pero conforme avanzaba bajo las copas de los árboles empezó a notarlo, a escucharlo. El siseo, el pie arrastrado, los zapatos masculinos. Su cuerpo se puso en tensión. Intuyó que no era algo casual, que quien fuese el que la estuviese siguiendo no tenía buenas intenciones.

Intentó controlarse y mantenerse serena aunque aumentó la velocidad de su marcha para tomar distancia. No fue así. Las pisadas se acercaron, el pie arrastrado apenas tocaba el suelo, su dueño aceleraba. El corazón botó en su pecho con la certeza de que el desenlace estaba demasiado próximo. Sintió la sangre correr por sus venas hasta alcanzar sus sienes y golpearlas con tanta fuerza que le causó dolor.

Cuando la mano cayó sobre su hombro se dio por vencida. Era inevitable aunque ella quisiera negarse. Cedió a la presión sin apenas oponer resistencia. Se vio arrastrada entre unos matorrales y empujada de espaldas contra un tronco. Vio al agresor frente a ella y reconoció su rostro entre los que había tenido alrededor esa noche. No era diferente ni mejor ni peor que los demás. Observó cómo se llevaba las manos a la cintura y se desabrochaba con prisa el pantalón. En sus ojos mostraba el desdén, el desprecio. En su boca una mueca torcida de risa y determinación. Soltaba palabras huecas, insultos degradantes. Le decía que le iba a gustar, que lo iba a pasar bien, que se lo merecía por cómo iba vestida, a esas horas, una mujer sola, se lo estaba buscando… Con los calzoncillos por las rodillas y la verga erecta asomando bajo la camisa llevó las manos al abrigo de ella e intentó abrirlo a la fuerza.

Le vio luchar contra sus botones mientras todo su cuerpo se preparaba para lo que iba a ocurrir. Su lucha interior perdía la batalla. No pudo aguantar más e hizo lo que se había prometido no volver a hacer. En cualquier caso, el tipejo despreciable que tenía delante lo merecía. Abrió la boca, desplegó sus colmillos y, antes de que él fuese capaz de interpretar nada, se los clavó en el cuello con furia.

Sintió el calor, el sabor a hierro, el placer en su paladar. El ridículo hombrecillo intentó resistirse, alejarse empujándola con los brazos. Con los pantalones bajados y el culo al aire aleteaba como un pajarillo que quisiera echar a volar por primera vez.  Pero sus intentos quedaron en nada porque su necesidad de vivir nunca superaría al ansia de ella por beberse esa vida.

La víctima fue perdiendo color poco a poco, el calor escapó de su cuerpo, sus extremidades flojearon y fue deslizándose al suelo mientras ella sorbía sus últimas gotas de sangre, acompañándole en su caída, sin dejar de morder su cuello.

El último latido la despertó de su ensueño envuelta en una euforia ya olvidada y un gran bienestar. Dejó el cuerpo entre los mismos arbustos donde él iba a ocultar su violencia, sus miserias, y caminó con los zapatos en la mano. Debía darse prisa pues el día estaba a punto de despuntar.

Sonreía feliz, estaba harta de comer gatos.

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Sobre Teresa Guirado 9 artículos
Mochilera, lectora empedernida. Autora de dos novelas. Trabaja como ingeniera informática.

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