Cuello rojo, cuello blanco.

De todo lo que ha rodeado al fenómeno “Trump”, desde mi punto de vista, lo más relevante es la popularización del término “redneck”, empleado inicialmente con un tono claramente despectivo y que ha acabado por convertirse en el final de ese gran engaño llamado “clase media”.


“Redneck”, que podríamos traducir por cuello rojo, o enrojecido, que caracteriza a las personas que trabajan al sol en trabajos físicos como pueden ser las tareas agrícolas, la construcción, la conducción de maquinaria o la industria extractiva a cielo abierto, realmente representa a lo que la burguesía norteamericana entiende por clase trabajadora. Si bien es cierto que las élites dominantes o los medios no utilizan este término para la clase trabajadora hispana o afroamericana por pura corrección política, en la realidad existe esta vinculación. Un trabajador de la industria automovilística estadounidense de raza blanca siente una mayor proximidad por un trabajador de raza negra que por un abogado blanco de Yale. Por eso, el término “redneck”, aunque se haya utilizado por los medios en exclusiva para la clase trabajadora blanca, representa una fractura social, una fractura de clase, en la que están también representados los trabajadores latinos y negros. No es trasladable el tradicional enfrentamiento y la dialéctica de opresión entre los aparceros blancos de los años treinta y la población afroamericana en el Sur de los Estados Unidos con esta nueva realidad. Convendría además, tener muy presente que si bien los aparceros blancos fueron los brutales brazos ejecutores de la segregación racial, ésta nació de la privilegiada élite demócrata educada que dominó los estados del Sur. No hay que olvidar que las leyes más segregacionistas que han existido en la historia moderna de las naciones desarrolladas, incluyendo la Alemania nazi, son las leyes Jim Crow elaboradas, mantenidas y defendidas por el Partido Demócrata, tanto a nivel local, como a nivel nacional.

Tampoco revelo nada nuevo si digo que el Ku Klux Klan fue fundado por los demócratas del Sur y que siempre estuvo vetado a la entrada de votantes o militantes republicanos.
Esta afirmación se apoya en los resultados electorales. En los estados con mayor porcentaje de población afroamericana y latina, Donald Trump barrió a Hillary Clinton: Luisiana, Misisipi, Alabama, Georgia, Carolina del Sur, Tennessee, y Kentucky. Asimismo, barrió en los estados más pobres del Medio Oeste. Incluso el bastión demócrata de Michigan se decantó por Donald Trump. Incluso si nos ceñimos al enconado enfrentamiento que ha mantenido Donald Trump con México y analizamos los cuatro estados donde la población de origen mexicano es mayoritaria; California, Arizona, Nuevo México y Texas, Donald Trump venció en dos de esos estados, en Arizona y Texas. Queda meridianamente claro que la Norteamérica de cuello rojo no lo es atendiendo tanto a criterios raciales sino a criterios socioeconómicos.


Si nos olvidamos del programa electoral de Donald Trump, de la fuerte carga nacional-populista de su mensaje y de su propia figura (Trump representa como nadie las élites que han dominado EEUU desde los años setenta del siglo pasado), por primera vez tenemos un enfrentamiento entre la Norteamérica próspera, de cuello blanco, aglutinada en torno a profesionales de éxito, clase media acomodada, las élites de Wall Street, ese sector progresista de la sociedad americana que apuesta firmemente por la globalización y los tratados de libre comercio y la Norteamérica de clase trabajadora, la de cuello rojo.
Nunca llegaremos a saber con seguridad cuántos potenciales votantes de Bernie Sanders acabaron votando por Donald Trump, pero los números no engañan. Una parte de sus seguidores han tenido por fuerza que votar al líder populista republicano y una parte aún mayor ha optado por abstenerse. La evolución socioeconómica de los EEUU, pareja a la de otros países desarrollados, ha abierto una brecha cada vez mayor entre la antigua clase media. Existe un sector acomodado, que afronta su futuro vital con certidumbre, y un sector, cada vez mayor, que se ha visto atrapado en la burbuja de créditos universitarios, que ha sufrido en sus carnes la deslocalización empresarial, que teme que un aumento en la oferta del mercado laboral hunda aún más sus salarios. En definitiva, las desigualdades sociales han consolidado una clase trabajadora cada vez más numerosa que vive presa del miedo.
Tras las elecciones de enero de 2017, se ha vivido una estigmatización por parte de los medios de comunicación estadounidenses de esta clase trabajadora empobrecida. Las élites neoyorquinas los han demonizado en prensa, radio, televisión y todo tipo de actos culturales y sociales. Muchas veces usando las figuras de actores o artistas vinculados al entramado demócrata.


Una realidad tan compleja como la que vivimos no permite hacer un análisis simple de bueno o malo. Es innegable que es negativo que la clase trabajadora norteamericana haya optado por Donald Trump. Muy posiblemente, van a ser las primeras víctimas de su legislatura, porque conforman el estrato de población más vulnerable.

Paradójicamente es esta vulnerabilidad la que les ha provocado el pánico ante la alternativa de los Clinton y los ha arrojado en brazos de Donald Trump, muy posiblemente buscando un nuevo Roosevelt. Pero Trump no es Roosevelt, ni la Norteamérica del siglo XXI tiene nada que ver con la de la Gran Depresión. No obstante, de todo esto hay algo que creo que puede considerarse positivo: ha surgido una especie de conciencia de clase entre la clase trabajadora de los Estados Unidos que ha sido capaz de sumar con otras corrientes ajenas esos 61 millones de votantes que han derrotado a la que se presuponía como la opción política imposible de derrotar. Todos esos cuellos rojos han sido capaces de hacer doblar la rodilla a las élites norteamericanas. Y quiero pensar que esto va a suponer un antes y un después en la política estadounidense.
Afortunadamente, todo indica que Fukuyama y su teoría del Fin de la Historia, del triunfo definitivo y eterno del capitalismo como sistema, está naufragando. Entre otras cosas, porque no contaba con un efecto: sin la oposición de una clase trabajadora, las propias élites económicas terminan por luchar entre sí, desgarrando el sistema. Este es un fenómeno que no solo se ha dado en EEUU, sino que también puede explicar el Brexit o el crecimiento de opciones populistas en otros países desarrollados. Este enfrentamiento de élites, ha terminado por desgarrar lo que entendíamos por clase media dividiéndola de forma irreconciliable entre los ciudadanos de cuello rojo y los de cuello blanco. Es pronto para saber qué va a surgir de esta fractura social, pero el mundo no va a ser el mismo y quizá vivamos la aparición de nuevos movimientos ideológicos aún desconocidos. Esperemos que el alumbramiento de estas nuevas ideologías siga una vía pacífica y no imite al siglo XX.

Texto: David Betancourt

Foto de portada: Lola K. Cantos

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