El feminismo empieza aquí

Cuando digo que el feminismo “empieza” aquí, y lo entrecomillo, es porque realmente quiero destacar, por encima del “aquí” (el váter, y la acción de limpiarlo) el “empieza”.

A menudo equivocamos nuestra continua y necesaria deconstrucción masculina (otro de los términos que a base de escucharse tan repetidamente últimamente, está empezando a perder el sentido o significado y a ser directamente cargante y pedante a más no poder), en profundizar o dejarnos ver por caminos más vistosos, más atractivos, y en definitiva, menos desagradables que a los escenarios, responsabilidades y obligaciones a las que se enfrentan las mujeres (feministas) en sus vidas diarias.

Hemos leído “tanto”, a tantas mujeres, que empezamos a tener un discurso más elaborado, más congruente, y medianamente “dulce” al oído de muchas mujeres, que, todavía ilusionadamente, esperan o desean que los hombres se incorporen al feminismo o a la igualdad, de la misma manera radical, decidida y definitiva que ellas llevan haciendo un montón de años.

Es tan desolador el escenario o ámbito actual masculino, que cualquier abanderado de las nuevas masculinidades que aparezca por el horizonte con un mínimo de conciencia y empatía feminista parece automáticamente, entronizado y encumbrado dentro del feminismo que lucha contra el heteropatriarcado más salvajemente machista y androcéntrico que se viene rearmando peligrosamente en los últimos tiempos.

Pero las más veteranas del movimiento siguen (y hacen muy bien) mirándonos, de reojo, con desconfianza, y con el sentir cercano de “a ver éste por donde nos la va a jugar”.

Y tienen toda la razón del mundo.

La historia feminista ya os ha dado numerosos ejemplos de cómo habéis sido vosotras las que habéis luchado por vuestros derechos (y los de muchas otras minorías o grupos oprimidos), y de cómo os habéis visto traicionadas por aparentes coaliciones (¿alguien ha dicho aliados feministas?) que se os han ido uniendo interesadamente por el camino.

Y es cuando en este ambiente de desconfianza precavida, me encuentro en repetidos escenarios de diálogo y debate feminista (sobre todo en las redes) a muchas mujeres, argumentando que, precisamente, se creerán (de verdad) a esas nuevas masculinidades disidentes, diferentes,  alternativas, transformadoras, diversas, o cualquiera de esas múltiples etiquetas que nos gusta encontrarnos por nuestro camino (y que nos “probamos” como si fuera un traje hecho a medida a ver cuál de ellas nos queda mejor y de cuál podemos convenientemente presumir en mayor medida) cuando nos vean hablar menos y limpiar más (baños o váteres, por ejemplo).

Una metáfora, o un acto de realidad en sí mismo, que dice y mucho de nuestros aparentes movimientos en pro del feminismo combativo.

En definitiva, menos discursos y palabrería (algo que históricamente nos ha sobrado en repetidas ocasiones) y más acciones y realidades del día a día.

Y, sobre todo, menos protagonismo del espacio público y más presencia en el ámbito privado.

Mujeres aburridas de que, por ejemplo a ellos, los recién llegados, se les colme de agasajos y de reconocimiento público a las primeras de cambio, mientras ellas siguen en la brecha, en la trinchera del feminismo desde hace décadas.

Y por supuesto, cargando a la vez con sus respectivas vidas personales, responsabilidades familiares, profesiones y trabajos mal pagados, y un largo etcétera de una mochila excesivamente pesada, que cargan a sus espaldas y que no les resta ni un ápice de fuerza y energía en su implicación en sus respectivas luchas por defender los derechos arrebatados a su género.

Nosotros, los hombres, esos recién llegados aparentemente conscientes y concienciados con el movimiento, llegados a las puertas del feminismo hace apenas escasos momentos, -teniendo en cuenta en proporción los 3 siglos de revolución feminista que llevan las mujeres a sus espaldas-, no hemos hecho el mismo tipo de trabajo y evolución que nuestras compañeras sí han sabido hacer, demostrar y llevar a cabo desde sus respectivas posiciones personales.

Nosotros hemos querido directamente “conquistar” el exterior, el espacio público, sin necesariamente habernos curtido, trabajado y preparado a conciencia nuestros respectivos espacios privados (al menos, no lo suficiente, me da la impresión, y si no, preguntemos a ellas, a ver qué nos dicen y cuentan).

Las mujeres están muy cansadas de discursos masculinos aparentemente impecables e ideológicos, tan cercanos a su imaginario y teoría feminista y que suenan tan “bien” a ciertos oídos feministas, que buscan ese tipo de complicidad o activismo masculino al que agarrarse, para no sucumbir ante el desaliento más realista y pesimista que se respira en todas partes por la escasa o nula implicación masculina en la transformación que demanda la mujer en la sociedad, que durante tanto tiempo las ha discriminado y maltratado de numerosas formas posibles.

Decía la famosa frase de Kelley Temple:

“Los hombres que quieren ser feministas no necesitan que se les dé un espacio en el feminismo. Necesitan coger el espacio que tienen en la sociedad y hacerlo feminista”.

Yo me voy a atrever a ir un poco más allá y a añadir, que los hombres que realmente quieran ser feministas y lo quieran demostrar de verdad, pueden y deben coger el espacio que tienen (y ocupan) en la sociedad y hacerlo feminista, y de paso, ir también a esos espacios, privados, domésticos, de cuidados, y de quehaceres diarios que, durante tanto tiempo han sido y todavía siguen siendo responsabilidad mayoritaria y exclusivamente de la mujer (según las últimas cifras, el tanto por cien de varones que se corresponsabilizan en las tareas domésticas junto a sus parejas, todavía, a pesar de los avances, se queda en un exiguo 17%).

No es suficiente tampoco ese cómodo tránsito por la paternidad “amable” (consciente, respetuosa, presente, o como queráis llamarla), que se nos vende también como el inicio del verdadero cambio o transformación personal de los hombres.

Mal enfoque (y tremendamente acomodaticio) si tenemos que esperar a ser padres para comenzar nuestra particular conciencia en pos del feminismo y la igualdad (de derechos y oportunidades) entre mujeres y hombres.

Es maravilloso sentir que a través del cuidado y presencia en la crianza de nuestros hijos e hijas puedes empezar a cambiar la sociedad actual a través de modelos de coeducación y crianza en igualdad.

Está también muy bien para empezar o tener una primera toma de contacto con el feminismo en caso de que no la hayamos tenido con anterioridad, pero que no se nos olvide que a veces, esa recién adquirida responsabilidad paterna consciente se queda a veces en la entrada a un simple umbral de una puerta de una casa, de un lugar, al que deliberadamente, no queremos entrar y ver en todas sus habitaciones o espacios menos visitados y oscuros.

Las nuevas paternidades pueden transformar la vida (y el futuro) de nuestros descendientes, pero no significa que transformen automáticamente nuestras respectivas masculinidades taradas y heredadas históricamente por nuestro género, si no conlleva otro tipo de trabajo de deconstrucción específico, tanto a nivel individual (y personal) como colectivo (respecto a la sociedad y entorno que nos rodea).

Llevar a nuestro hijo o hija al parque un sábado por la mañana mientras nuestra pareja se queda en casa limpiando, cocinando, comprando y gestionando todo lo que conlleva la unidad familiar no es ser feminista.

El feminismo no acaba limpiando el baño como etapa final de un camino de conciencia feminista que nos lleva a igualarnos y a corresponsabilizarnos de las mismas tareas, deberes y obligaciones que las mujeres vienen sufriendo por el único y mero hecho de ser mujeres.

Nuestra llegada al feminismo debería empezar y comenzar, no por los grandes discursos ni teorías nuevas sobre la masculinidad, sino por nuestra presencia al lado de las mujeres, pero no al lado de mujeres en una manifestación multitudinaria del 25-N o del 8 de marzo, sino al lado del baño, de la cocina, de las reuniones escolares, de los médicos, de la organización de la casa, de saber cuándo y cómo nuestras criaturas tienen que entregar el siguiente trabajo en el colegio en el que les debes ayudar o simplemente acompañar ante sus dudas, etc.

En definitiva, de un montón de sitios y lugares donde el hombre todavía no se ha sumergido con un mínimo de (co)responsabilidad.

Esa lección de feminismo real que te puedas dar a ti mismo, será mucho más útil que cualquier libro, conferencia o artículo que puedas leer o compartir en las redes sociales.

Y aquí, aprovecho a citar a otra de esas grandes mujeres que nos llevan iluminando el camino (a muchas mujeres y a algunos hombres también) desde hace mucho tiempo con un montón de publicaciones, libros, charlas y conferencias deliciosamente interesantes.

Decía Ana de Miguel, a quien tuve la oportunidad de escuchar otra vez hace pocos días (no sé si el término o palabro es suyo, yo al menos no se lo he oído a nadie antes) referirse a los hombres feministas como los “feministos”.

Me parece un término entre divertido y cariñoso (y con un cierto matiz de sana vigilancia al respecto), de la forma en que se pronunció o yo lo quise entender.

Término que me lleva a la siguiente reflexión.

Esperemos que acabemos por convertirnos de verdad en hombres feministos y no nos quedemos simplemente en hombres femi-listos, como en más de una ocasión ya nos están empezando a señalar…

Y que cada cual lo entienda como le resuene.

Yo lo tengo meridianamente claro.

Y, ahora, discúlpame si no me quedo debatiendo/dialogando contigo.

Tengo todavía que limpiar la casa a fondo, preparar la comida, comer, recoger la mesa, fregar los platos y dejar la cocina recogida, ayudar a mis hijos/as a hacer los deberes y después tengo que dedicarles algo de tiempo de calidad y presencia lejos de las responsabilidades “obligatorias” de unos y otros, antes de iniciar la siguiente etapa de duchas/cenas/camas…

 

Víctor M. Sánchez

 

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