El Gran Cary

Cary Grant, Archibald Leach en sus tiempos de Bristol, da para mucho. No hay un retrato feliz del pequeño Archy. La niñez tuvo que ser un lugar oscuro y mal ventilado para él, que era el hijo superviviente de una pareja mal avenida. El primogénito murió muy niño aún, porque su madre le pilló el dedo con una puerta y el pulgar se gangrenó. La infección acabó con su corta vida y con la cordura de la madre, que se propuso cuidar al segundo de sus hijos obsesivamente. Todo era peligroso, todo entrañaba una amenaza terrible en su mente atormentada y Grant aguantó durante años que lo vistieran de niña y lo obligaran a llevar el pelo largo. Cuando tenía nueve años, la madre desapareció y él vivió como un abandono lo que en realidad había sido una decisión de su padre, un sastre del que aprendió las virtudes de un buen tejido, el milagro que obra sobre algunos hombres el buen corte de un traje. Fue él quien decidió internarla en el psiquiátrico porque su esposa decía que oía voces de mujer en la casa. En el hospital no preguntaron mucho más.


Grant, ya convertido en estrella de cine, descubrió que su madre seguía viva en aquel loquero y la sacó de allí. Le compró una casa en Bristol y la visitaba a veces, pero nunca quiso que viviera con él en Estados Unidos. Achacaba a la ausencia de esa mujer a la que culpó tanto tiempo de no haberlo querido todos los desastres matrimoniales que vendrían después. Nunca supo confiar en nadie y cada éxito suyo en la gran pantalla ocultaba el enorme fracaso vital del chico pobre de los suburbios que sabía fingir mejor que nadie que pertenecía a la alta sociedad. Nadie sabe llevar un abrigo largo como Grant, nadie es capaz de hacer esas acrobacias sin despeinarse ni de resultar tan elegante como gracioso. Decían que Grant sabía actuar hasta de espaldas y recuerdo lo mucho que me gustó el marido embustero de Sospecha, el misterio oscuro que encerraba aquel tipo amable y guapo que llamaba carita de mono a su esposa millonaria y le llevaba un vaso de leche demasiado blanca a la cama. Me gusta el Grant que mira de una forma extraña a Audrey Hepburn en Charada, porque más que el caballero con gracia era un hombre que encontró las herramientas adecuadas en su físico imponente y su talento personal para huir de un mundo, de un lugar, de unos fantasmas, de los que en realidad no pudo librarse nunca.

Patricia Esteban Erlés.

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