El Guapo

Venía a la puerta del instituto a buscar a su novia, que estudiaba en mi clase. Era el chico de aspecto más griego que habíamos visto nunca. Tenía el pelo rizado, los pómulos altos y parecía que los dioses le hubieran obligado un buen día a vestirse, a dejar de ser una estatua de jardín botánico y darse un paseo por el mundo. Era joven, terriblemente hermoso, y estaba acostumbrado a que lo miraran. Venía a la puerta del Blecua, con sus vaqueros y aquella belleza tan inhumana que nos hacía esperar mientras él esperaba a otra. Alguien comentó que tocaba en un grupo, pero nunca supimos si era cierto.
Dejó a su novia, quizás por la guitarra, quizás por la droga. A la guitarra acabó abandonándola también por la heroína, eso seguro, puso un anuncio en el boletín del CIPAJ y acudió a buscarla a su casa una chica catalana de pelo oscuro tan rizado como el suyo y con los brazos llenos de accidentes. La Nuri ya no salió del piso. No sabemos qué canciones inventaron a medias, quizás algún blues que hablara de atracos a supermercados, del miedo de las cajeras y el de los dos yonkies temblorosos que estaban dejando de ser guapos. Ella se marchó a Barcelona y la encontraron tiempo después en el interior de un coche abandonado, la jeringuilla en el asiento del copiloto y los ojos abiertos, como si hubiera chocado contra sí misma o contra la madrugada.
Él acabó en Proyecto Hombre y se salvó, pero nadie que lo viera podía decir que aquello era estrictamente una buena noticia. Llevaba una gorra de béisbol y una sudadera enorme; entraba en las tiendas y pedía con extrema educación que le dejaran limpiar los cristales. Escondía su rostro con cierto pudor, como si fuera el lugar arrasado por una catástrofe que no filman las cámaras, un territorio de surcos doloridos, una ruina calcinada. Limpiaba esos cristales como si llorara, lenta y minuciosamente, como si cada vidrio enjabonado fuera una metáfora, otro blues, uno postnuclear.
Hoy lo he visto. Nunca más será el david joven que nos alegraba la salida de clase de Francés los viernes por la tarde. Pero caminaba por la calle, con el pelo bien cortado, unos kilos de más, paseando a un perro mestizo negro y blanco con una felicidad extraña, sin apartar los ojos del animal, un cachorro muy joven que olisqueaba el aire del sábado con gesto de gourmet. Como si el perro, seguramente rescatado de un cubo de basura o una protectora, le hubiera enseñado el camino de vuelta a casa y ahora supiera que todo consiste, simplemente, en dejarse llevar.

Patricia Esteban Erlés.

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