ESPACIOS VISIBLES

Cuando crecí, cuando fui reconociéndome en esa orientación sexual entonces tan fuera de la norma, no había referentes más allá de un par de desgraciados señalados con saña y una serie de tipos ridículos en los chistes y las comedias o atormentados hasta el límite en algunos dramas. Mis primeros maricas conscientes fueron la patética y desgraciada Fotógrafa incorporada por Cela a su insectario de «La colmena, el médico rechazado y acosado por la sociedad franquista que Gironella retrata en Ha estallado la paz, el marinero macarra, delincuente, terrible y fascinante dibujado por Fassbinder a partir de Genet en esa Querelle donde por vez primera contemplé el beso entre dos hombres o intuí las complejidades gimnásticas del sexo furioso entre sus cuerpos.

 

La extrañeza, el silencio, la culpa (es curioso, nunca la negación aunque sí su deseo) se constituyeron así en columnas centrales de mi educación sentimental, de mi particular novela de aprendizaje, de ese fingimiento que me hizo mentira antes que persona. Esa culpa que nunca se marcha, que todavía hoy me hace medroso y estúpido ante un posible romance o incluso ante un polvo más o menos seguro, esa culpa que me hace sentir nudos cuando recuerdo a esas personas que se marcharon sin siquiera llegar a conocerme, esa culpa que da sabor a papel viejo a los labios que nunca probaron el primer beso adolescente.

 

Llegó, tarde, el tiempo de levantar la frente y la mirada, el tiempo de gritar, de ser un poco menos cobarde, de continuar disimulando pero esta vez para tapar esa culpa con la que tan bien supieron marcarnos los “macarras de la moral”. Tiempo de luchar, de intentar ser uno de los pequeños pasos para una historia de luz grande en la que casi cada día hay dos batallas ganadas y una perdida en una guerra que ya ha conquistado una parte del mundo, por suerte para mí la parte en la que vivo.

Hoy me sigo emocionando cuando vuelvo a la consciencia de que hemos reconstruido el concepto de normalidad desde la diferencia y no desde la asimilación. Leo libros en los que fluyen hombres que aman a otros hombres, mujeres que aman a otras mujeres, personas con cuerpos enemigos, sin que esa parte tan trascendental pero tan anecdótica suponga la anulación de su individualidad y de su complejidad histórica, veo películas en las que observo a veces con gozo, a veces con nostalgia, a veces con dolor mi propio retrato, descubro anuncios de ropa, de relojes, de refrescos en los que me convocan expresamente al consumo, agradezco a muchos hombres y mujeres su transparencia y su honestidad lejos de los armarios. Descubro espacios cada día un poco más anchos y seguros que quizás una vez empujamos Leo y yo de la mano “por el sol y sin apuro”.

 

Hasta siento algunas veces que merecieron la pena cada lágrima y cada esfuerzo. Que la libertad y la dignidad son sobre todo una conquista concienzuda, tímida, pequeña, constante de labios, de cuerpos, de corazones, pero sobre todo de espacios. De espacios visibles, donde la luz se abre camino y se respira con fuerza.

Texto: Regino Mateo.

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