Capítulo XX, Novela: Mujeres en Negro: Fatine la Dulce

Abrió la puerta como si me estuviera esperando, camisón de seda de corte occidental, cabello suelto y una sonrisa de dientes brillando. Marrakech tiene ojos y oídos que casi nadie conoce, pero hacen su trabajo de manera eficaz. Siempre lo he pensado.

Acarició mi mejilla con la palma de la mano y me besó en los labios con la delicadeza que  hacía honor a su nombre: de forma cautivadora. Su mano oprimiendo ligeramente mi nuca hacia su cara, y con la otra tomando de la mía el ramo de flores que me habían subido en el hotel, era la mejor de las recepciones.

Nos sentamos frente a una mesita baja de cedro, labrada con finura, y enseguida recordé otras tardes con ella. No habíamos dicho ni una palabra aún, y ya estaba sirviendo dos vasitos de un té, que luego supe, había comprado en el mercado de las especias un rato antes, y que acababa de hacer. Me ofreció la miel, y enseguida pensé en decorar su cuerpo con tan preciado manjar. Pareció adivinar mi pensamiento y mojó levemente la yema de su índice y pasó el dedo sobre mis labios.

–Te llevo presintiendo desde hace semanas, –me dijo. — Ya sé que no has venido para casarte conmigo pero…

Solté una carcajada estruendosa. Te aburrirías enseguida de mí Fatiné. ¿No me digas que no es mejor así? De vez en cuando te doy una sorpresa como ésta, y ambos nos quedamos con ganas de repetir.

–Mi adorado egoísta sevillano.

–Mi sultana de las Mil y Una Noches…

Mientras el muecín llamaba a la oración a las cuatro de la madrugada, ella con la cabeza apoyada sobre mi torso y mientras jugaba con el bello de mi pecho me preguntó. –¿Crees que podría seros de utilidad al hombre con el que has comido en el hotel y a ti?

La pregunta me sobresaltó. No le había dicho ni una sola palabra del motivo de mi visita en todo el tiempo. El té, unas deliciosas pastas de piñones y su cuerpo bellísimo y perfectamente rasurado contuvieron los diálogos que surgían ahora. Si ella lo sabía, podían saber también otras personas que había comido con Aitor. Debió notarlo porque en seguida me aclaró.

–Policía siempre alerta. Pareces olvidar que soy traductora de árabe, al inglés, al francés, al alemán, al italiano y al español. Todos los recepcionistas de los mejores hoteles de la ciudad son amigos míos, y me llaman cuando mis servicios son necesarios. Luego yo les doy una generosa propina, y todos contentos. Esta economía funciona así, ya lo sabes.

Gire mi cuerpo con ternura hasta quedar sobre ella, entre cojines y sábanas de seda. –Acabo de tener una idea—susurré en el hueco de su cuello.

Víctor Gonzalez

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