Juan Cañedo. Ojos de agua.

Quizá haya victorias oprobiosas y derrotas gloriosas que ensalzan a quien las padece por más que el dolor y el odio se enseñoreen de los vencidos. Quizá la vida de Juan Cañedo fue un cúmulo de derrotas tan duras que le pudieron. Desde que descubrí en mí la capacidad de expresar y expresarme  prometí intentar resarcir del dolor y el olvido a un hombre que tuvo un alma grande, plegado de sensibilidad y doblado por la historia que le tocó vivir. Hoy, Juan Cañedo, y una larga estirpe de derrotados que vivieron a contrapelo de la historia, deben ocupar un lugar prominente en la memoria colectiva. Ellos y ellas, empedraron el camino por el que transitamos. Mi recuerdo y el infinito amor de nieta.

María Toca Cañedo.

 

 A Juan los ojos se le hacían agua cada poco. Sin mayor esfuerzo se le acristalaban, aclarándose y llenándose de  manto vidriado donde nadaba el dolor y la prisa por dejar de vivir. Era un pensar un poco enraizando el recuerdo con la vida presente y el verde ópalo, casi cristalino, de botella de vino que se le volvía acuoso  y blando.  Juan tenía los ojos muertos de ver mucho o de llevarlos abiertos cuando no debía.  Cosa de familia, porque todos los de su saga los tenían iguales. Y los que llegamos después, también. Son ojos cambiantes, adaptables; claros si da el sol o si el vino eleva la alegría, que en su caso ocurría rápido, porque Juan era tan endeble que el vino le viajaba por las venas y le llegaba al poco a la cabeza y se la torcía. Entonces los ojos se le volvían agua y dejaban de ver. Lo que no se le apagaba era  la memoria. Al contrario, se le  iluminaba el entendimiento y las penas borboteaban como en cocimiento ahogándole  el corazón hasta no poder respirar de puro asma;  tanto que la Modesta le tenía que preparar  los vahos de eucalipto y  tapado con toalla, apenas vestido con la inmaculada camiseta blanca y el calzoncillo tan blanco y raído como lo de arriba, aspiraba las brumas de vida que le reportaban las hojas del árbol, que ella recolectaba para él en algún prado vecino. Poco le duraba el respiro, porque los bronquios volvían a encenagarse de recuerdos y picadura de Ideales.

 

Juan tenía los ojos de agua y además era sordo. Una mala medicina tomada para ese corazón que de puro grande, se le resquebrajaba,  le dejó inmerso en un pozo de silencio para siempre jamás. Al principio le desalentó sentir la ola de sigilo confuso en que se le volvió la vida, incluso intentaba  escuchar,    acaracolando la mano detrás de la oreja acercando la trompetilla interna al interlocutor cuando observaba que los demás movían los labios y se comunicaban. Luego ya no. Dejó de esforzarse en oír ¿para qué? se dijo, si ya tenía bastante con las preguntas y las respuestas que no encontraba en su interior.  Abandonó el intento  y se dejó ir por el sinuoso camino del silencio, ese que amparaba la soledad y la amalgamaba con el dolor  sumiéndose en el tiempo irreal que consumía sin darse cuenta.

 

A Juan se le estancó el tiempo. No vivía, se sentía de paso, anclado como estaba a los que se fueron antes que él, sintiéndose deudor y ciudadano del otro lado más que de éste. Pertenecía a  los que se llevaron su turno, porque si de algo se sentía seguro es que estaba de sobra. A Juan se le iban las horas en pos de la oquedad sepulcral donde descansaba el buen hermano y luego el hijo. Por eso cuando se le apagó el pábilo que mechaba de luz tenue su corazón, ni se quejó. Se fue tal como vivió los años de prórroga: tranquilo, molestando lo justo.

 

Juan no se quejaba nunca. Hundido como andaba en el sosiego que da estar al otro lado, donde reposan los que marcharon y dejaron atada la memoria con el tenue hilo del dolor. Aprendió a vivir con los silencios, con las calladas palabras que morían en los labios resecos a fuerza de quemarse con el papelín de los Ideales que liaba a cada poco con la picadura que la Modesta, o cualquiera que pasara por allí y le dejaran como regalo el mal fario de un tabaco con el que rellenaba su petaca vieja, que acompañada del librillo de liar, era el asunto primordial de los días silenciosos que discurrían como si nada.

No siempre estaba solo,  de vez en cuando le visitaban familiares. Venían, se asomaban por un rato a la sima de sombras y ausencia de sonidos, que era el rincón donde la Modesta le ponía la silluca blanca, cerca de la lumbre, para aprovechar el calor; le dejaban un presente, luego  marchaban, con la prisa que da el miedo de ver a un vivo que no quiere vivir, porque sabe que sobra y que debió irse mucho antes.

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La sobrina,  que tuvo suerte y pudo huir a la capital, la hija que hizo buen casorio, algún hermano que seguía en el barrio. Los que salieron  adelante haciendo con los recuerdos un hato  postergándolo al fondo del alma, donde se guarda la amargura para que no moleste. Los que tuvieron suerte y escaparon  de la cochambre del barrio donde las cunetas se hacían barro y el sonido de los tiros  del cementerio vecino, aún resonaban en la memoria labrada de muchas madrugadas de escuchar romperse el aire con el grito del fusilado. Marcharon las dos sobrinas a la capital. Una se casó bien, con un buen hombre, que los domingos, mientras repicaban las campanas y la gente de orden iba a misa, le visitaban y le dejaban con mano trémula en el bolsillo del overol algún billete disimulado. O la picadura. La otra se fue con ella. Y la hija emprendió la andadura de resarcirse de la mala vida.

 

El billete que le dejaban en el bolsillo, era  patrimonio  venerado. Le daba un rato de libertad, al devolverle las ganas de caminar hasta donde hallaba un poco de alegría. Se levantaba de la silla blanca que  se amparaba en el hogar para vencer al frío,  encaminando los pasos  silenciosos  hacia el bar del Chuli. Allí, en solitario, porque al no oír daba igual que hubiera gente, se tornaba por un momento en el joven rozagante e ilusionado que fuera antaño. Mientras el Chuli derramaba el sol y sombra en la copa mochada por  labios precedentes,  rememoraba los tiempos viejos en que salió de la casa con el ímpetu de la ilusión. Cuando escuchó a Matilde Zapata en la cercanía del mitin glorioso y le hizo soñar. Matilde era joven,  periodista, preñada de ímpetu; con su verbo arrebatado les conquistó para la lucha cuando la derrota ya se intuía. Les devolvió el vigor y la esperanza. No era posible la derrota con esas mentes y el entusiasmo que reinaba en su bando. No era posible la derrota, teniendo la razón de su parte. Se decía Juan y comentaba en la penumbra a la Modesta.  Matilde, tan joven y viuda de Malumbres, con un verbo que erizaba la piel les habló de conquistas, de libertad, del tiempo que llegaba cargado de revolución. Y se entusiasmó. Y le brillaron los ojos amalgamados de esperanza, muy verdes, como nunca volvieron a estar.

Juan,  leía a escondidas, con la lentitud que le daba el apenas conocer las cuatro reglas, los pasquines que le llevaban del partido y le volvía la confianza, aunque los aviones silbaran las bombas por encima de las cabezas y hubiera que correr en la madrugada al refugio cargados con los niños. Solo los malditos aviones y la sirena que ululaba rompiendo los sueños le devolvían a la realidad. Y la Modesta, que  caminaba a ras de suelo, quizá porque era la que oía clamar a los niños por pan. Ella le mostraba  la realidad rampante que contemplaban sus ojos más prosaicos, porque no se hacían agua como los de él.

Juan, ante la copa, mientras una pantalla tonta dejaba a los demás absortos,  prendido de su silencio,  rememoraba las horas de discusiones con los hermanos, con los camaradas enfervorecidos de revolución. La esperanza que les llevó Matilde y el pasquín de Malumbres, cuando aún vivía y le leían como los otros hacían con el Catecismo. La  alegría por intuir que saldrían ¡por fin! del marasmo de haber nacido pobres. Por eso  lloró tanto su muerte, cuando entre penumbras y visillos la vio dentro del camión. Alta, erguida,  cubierta la cabeza, pelada por la humillación, con el sombrero que se hizo pedir. Orgullosa, entre  hombres derrotados. Él, la vio desde el alfeizar de la ventana, con la Modesta agarrada a su brazo, mientras se les arrasaban los ojos de agua y de rabia porque era  joven, poco más de treinta años,  porque era buena,  porque su único delito fue luchar por la libertad, y hacérselo creer a los demás. Matilde usaba la palabra como estilete fino, no usó más arma que las palabras y la mataron por ello. Aquella noche siniestra de Mayo, sintieron los tiros rasgando el silencio de la madrugada. Uno, dos, luego ráfagas, algún grito que las sombras ahogaban. Él , callado, aterido oyendo el rasguño de los cuerpos arañando la tierra, agarrado, como náufrago a la cintura de la Modesta, porque sentía que el miedo ahogaba, que le faltaba valor para estos tiempos, y porque el dolor del hermano muerto se le agarraba a la garganta y le dejaba exhausto.

Juan era hijo de viuda. De los mayores. Con una recua detrás de menudencias a las que alimentar. La madre poseía un pequeño terreno donde plantaba cualquier cosa que alimentara. Un chon, alguna gallina, tres o cuatro conejos,  era toda su hacienda con la que aplacaba el hambre de su prole. Por eso los hermanos mayores, tuvieron que echarse a la calle cuando no se tiene edad. Niños aún, se hicieron  albañiles, los dos mayores. Y Carmen, la bella Carmen, se hizo matarife, hasta que se torció por el amor de un mal hombre que le hizo dos hijas y la dejó sola cuando más falta hacía.

Juan fue albañil de los  buenos. Poco le enseñaban a él los arquitectos y los planos de estudio. Ponía el ojo en la obra encargada,  vislumbraba el espacio, imaginaba el resultado y esculpía el ladrillo sin menoscabo de lineales y de estructuras perfectas. Delineaba los espacios como si los hubiera estudiado. Juan apenas  sabía escribir, pero sabía ver.  Con sus ojos de agua, verdosos o grises, según el día,  contemplaba el espacio e imaginaba el encargo con detalle.  A Juan, los ojos aún no se le licuaban. Chiribeteaban con las ilusiones y se creyó que el tiempo de los pobres había llegado. Tal como contaba Malumbres y Matilde en el pasquín que devoraba con ansia de catecúmeno pleno de fervor cada día, nada más publicarse.

Esas esperanzas, quizá fueron las que le sirvieron para conquistar a la Modesta, que no era guapa, pero tenía las piernas más bonitas del barrio y  la fuerza que a él le faltaba. Modesta era  aguerrida y valiente, brava y recia como el tiempo que le tocó vivir.

Eran jóvenes ambos. Siendo casi dos niños se emparejaron. Él la embelesó con su verbo, con la suavidad de sus manos y con esos ojos que se diluían a poco de mirarla. Ella, le conquistó por brava y por esas piernas que le dio Dios, o quien fuera que las hizo tan bien.

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Había prisa. Eran  tiempos de ilusión, de los mítines donde se agarraba el futuro con el puño cerrado. Era el tiempo  de creer que el partido abriría las puertas del cielo para los pobres y para el barrio. Se estaba naciendo la libertad con nombre de República; por eso se entregaron a formar su propia prole con la esperanza de un mundo mejor. Se había acabado el tiempo servir al poderoso.Los perdedores, como era él y toda su camada levantaron los ojos del suelo y vieron que había estrellas.

Supo  pronto que era del bando de los proscritos, el de los pobres, el de los silentes, casi a poco de nacer. Por eso creyó posible el milagro. Se creyó la falacia de que podía ser el final de un tiempo , que esa República  tan soñada y la revolución traída de la mano firme y precisa del partido darían la vuelta a la historia. Como había pasado en la lejana Rusia , donde los proletarios mandaban y eran los dueños de los sueños que formaron a base de soviets y de un tal Marx y Lenin. El mundo se daba la vuelta y los de abajo se voltearon con los de arriba.

Se lo creyó todo. Y se soñó feliz. El partido y la República redimirían a los pobres y a los perdedores. Era la hora de la verdad.  Se convenció y le creció un esqueje de esperanza,  por eso  los ojos no se le hacían agua en ese tiempo. Estaban aún secos y chisposos, con la alegría que da la fe.

 

Juan, se  encontraba los recuerdos en el  fondo de la copa mellada  que el Chuli  llenaba con sol y sombra. Le venían en cuanto el líquido le llegaba al estómago, calentando la endeble fisonomía de tísico prematuro . Bebía el primer trago, luego el segundo… El fuego fatuo que le producía el brebaje bajaba hasta los pies, luego  subía, raudo  hasta la cabeza, inundaba el riego, laceraba hasta el último rincón del maltrecho cuerpo, iluminándolo . Y volvía a ser joven, a bailar enlazado a la cintura de la Modesta en la verbena del barrio o del pueblo de al lado. Le saltaba el alma al compás de las jotas o de la voz de la Gámez o de la Piquer y volvía a danzar enlazando a la Modesta cuando ésta tenía la cintura abarcable, no como ahora que se hizo recia y amplia como una roca. Porque la fatalidad a ella la enrabietó mientras a él se le encenizó el alma y desmembró la poca esperanza que le quedaba.

Sentado en solitario en el bar, a media tarde, cuando la tromba aún no había llegado porque se trabaja y solo decoran el bar los parias improductivos, Juan, contempla la copa recordando cuando por Cuatro Caminos arriba le pararon. Intuía el desastre pero no quiso creerlo. Hacía calor ese día, el sol brillaba con rabia y la ciudad estaba silenciosa hasta que rompió el cerco de silencio ganando el griterio victorioso. No quería creer lo que sus ojos le gritaban. No hasta que los vio. Con las banderas al aire y el escudo del fascio, que tanto aborrecieron, flameando victorioso. Contempló en las ventanas, que hasta entonces estaban desnudas, como brotaban de ellas banderas rojigualdas. En las aceras muchos levantaban el brazo y extendían la mano, gritando ¡vivas! a  las fuerzas de Dávila que entraban victoriosas, arrasando  ilusiones en unos, y avivando la saña de victoria, en los otros. Los vio, apretó el paso queriendo ser transparente y pasar inadvertido, en vano intento de volver indemne a casa. No pudo ser.

Le pararon, quizá fue la derrota que llevaba pintada en la cara o las manos escondidas en los bolsillos del pantalón de mahón que vestía ese día de Agosto, porque era día de trabajo. De derrota y de trabajo. Nunca supo qué fue lo que les hizo pararle, pedir documentación y a culatazos meterle entre la muchedumbre que caminaba con la docilidad de los corderos hacia la Plaza de Toros, mientras una pequeña le distinguió entre la multitud y llevó la mala nueva a casa donde Modesta le esperaba con la comida en la mesa y el corazón apretado: “se llevan al papa. Unos hombres con pistolas se llevan al papa” gritó, helando los oídos de la mujer que arañaba el fondo de la cazuela donde había hervido la comida.

Nada más llegar al coso, mirando de soslayo al albero, le vio.  El hermano querido, el más idealista, el inocente, el más pequeño, que con solo diecisiete años se apuntó voluntario intentando parar lo inevitable. La Quinta del Biberón,  llamaron a los desarrapados que pusieron alas en los pies y corrieron hacia el Escudo, intentando parar a los fascistas italianos, que apoyados por la aviación, avanzaban . Casi lo consiguen, porque eran cobardes y a poco que apretaran salían corriendo.

 

-Luego llegó la aviación, hermano, y ya no se pudo hacer nada. Ni un solo tiro, hermano, no tuve tiempo de  disparar ni uno solo.  Los Junkers nos arrasaron desde el aire mientras nosotros intentábamos parar las embestidas.  Allí me apresaron y aquí estoy. Lo que no entiendo es porqué estás tú si  no has hecho nada-

El pequeño, el más amado, andaba con las manos hundidas en los bolsillos ,entre los otros. Hombres bragados, con la misma mueca de traición, de dolor, de miedo, de derrota, dibujada con pincel de humo en  las caras.

Y siguieron andando por el coso,  hasta que la Modesta movió el mundo para volverlo a la vida. A poco de escuchar a la hija, se tiró a la calle, llamando a puertas que no abrían, suplicando a oídos que no escuchaban, hasta que un amigo se avino a ayudar.  Llegó  a por Juan un sargento de la Guardia Civil. Le llamó, diciendo que le sacaría discretamente, que no hiciera aspavientos.

-¿Y mi hermano?-

-A ti te saco, Juan, solo a uno, nada más. Me estoy jugando la vida, espero que te des cuenta,  que lo hago porque mi suegro me lo ha exigido debido a tu mujer que le abordó cuando cargaba el carretón en el puerto. No puedo hacer más-

-Si él no sale, yo no me voy, entiéndelo, es mi hermano pequeño ¿Qué le digo a mi madre si vuelvo sin él?-

-Juan, no seas tonto, que no hice nada. Ni un solo tiro, de verdad, nada más llegar nos barrieron. Verás cómo me sueltan. Tú tienes hijos, tú tienes mujer. Sal, verás que en cuatro días estamos juntos otra vez- interpeló el hermano.

Y salió. Le vio por última vez desde el chiquero  de toriles, que fue por donde le sacó el guardia aprovechando la multitud. Se miraron largo, el chaval sonreía con el brillo en sus ojos que ni el desastre ni la derrota consiguieron arrebatar.  Volteó  la mano para que se fuera, mientras los labios murmuraban: “vete ya, pesado, que yo en pocos días estoy contigo”

Le dejó envuelto entre la muchedumbre de hombres que mascaban la derrota, la desesperación y el miedo. Era casi un niño, en el rostro apenas atisbaba un ligero bozo en su piel tersa, el pelo en revoltijo y los ojos verdosos, acristalados  como todos los Cañedo. Le dio el último abrazo con los ojos llorosos y salió.

Ahí fue la primera vez que a Juan se le volvieron agua los ojos. Contemplando al pequeño Tasio, el más querido de los hermanos, mientras el guardia le arrastraba entre el gentío. Afuera estaba la Modesta con el amigo. Ella, al verle,  se amarró a su brazo, triunfante, porque había arrebatado de la muerte a su hombre. Él, aún temblaba. Era desolación, porque el calor arreciaba . Era Agosto, el 26 de 1937. Casi anochecía cuando volvieron a casa.  Le llamaron a partir de entonces, Día de la Victoria.

 

Tardaron meses en tener noticias. Meses de espera, mientras la madre consumía las horas en la penumbra de la cocina, atizando la leña del hogar, contemplando, cada poco, el camino tras los cristales de la casita, por si volvía. Meses de incertidumbre, de sentir los tiros con que fusilaban los vencedores. Sin piedad, sin ningún atisbo de mesura en la victoria. Supieron entonces, que no habría clemencia para los derrotados. Ni pausa  para la venganza.

Cada noche, Juan y Modesta, se alertaban detrás de la ventana, sin luz, sin apenas respirar para verlos pasar. Los camiones iban llenos, camino del cementerio, con un cargamento humano devastado por el miedo y la derrota.  Una noche de Mayo, la vieron a ella. A Matilde, con su sombrero que tapaba el arrasamiento que los verdugos hicieron con su  pelo encrespado. Alta, erguida, orgullosa, tal como la vio en el mitin. Treinta y dos años había cumplido; parecía mucho mayor, desde la vez que la viera en el mitin. Su única arma fue la palabra que incendiaba las almas. Dio igual. Tampoco había disparado. Esa noche, viendo como Matilde se deslizaba hacia la muerte,  supo que el hermano  no volvería. Y que la victoria iba a ser muy larga.

 

Cuando la madre recibió la carta de despedida y el parte de muerte, un grito mudo se le ahogó el pecho. Entonces a Juan se le arrasaron los ojos con mucha agua. Toda la que no podía contener en el dique de la rabia, del miedo y de la derrota.

Luego, aprendió a callar. A bajar la mirada cuando se topaba con los victoriosos. Aprendió a silenciar el dolor hasta pudrirlo dentro. Aprendió a bajar la cabeza,  a trabajar sin descanso para calmar el hambre de cuatro bocas, que no se llenaban con nada, porque nada había.

Aprendió a mirar en silencio cobarde la lucha desesperada de la Modesta, cuando desquiciada por el grito de los niños se echaba a la calle a ver que encontraba. A luchar por unas patatas, una berza, o dos huevos. Aprendió a morder la rabia y la vergüenza cuando la veía volver, arrasada de ira, con algo para hacer esa noche. Quizá era pan negro, o mondas de patatas. Daba igual, el caso era calmar el hambre. El caso era silenciar la voz del pequeño de los hijos que bramaba: “mama, pan...”

Juan, aprendió que su valor había huido. Tan solo se daba un respiro subiendo al desván, tapándose con mantas, como cuando tomaba los vahos. Con mano trémula buscaba en el dial del viejo aparato,   Radio Pirenaica. La oía.  Escuchaba a  Dolores y durante el rato que duraba la arenga, a Juan le volvía una incierta mecha de esperanza. Le duraba poco, justo el tiempo de la emisión, Dolores trasmitía fuerza, la sentía cercana, tal que si recibiera una transfusión de esa sangre que revivía. Aseguraba que estaban a las puertas de los Pirineos, que la Europa proletaria doblaría la hidra del fascismo, que volverían los días victoriosos de la Revolución…

Más tarde, cuando llegó la sordera, casi la agradeció, aunque las voces de su interior no pudieron callarse nunca. Perdió a Dolores, perdió el último grito de esperanza que desde la Pirenaica le lanzaban las ondas con voz de mujer. Ahora el silencio le gritaba: derrota, miedo, hermano, débil, cobarde.

Tan solo ante la copa de sol y sombra, conseguía acallarlas y por poco tiempo.

 

El día que el guardia le abofeteó, entendió todo de golpe. Entendió que nadie estaba cerca, que los Pirineos eran intangibles, porque el poder era de ellos. El guardia le abofeteó por rojo, porque sí, porque podía, porque él estaba en el bando vencedor y Juan era un nadie. Un nadie derrotado. Ella, la Modesta, se irguió como  loba fiera, tomó la pechera del guardia chuleta y le espetó

-Puede ser tu padre, cobarde, pegas a un hombre enfermo que puede ser tu padre…

Juan calló, bajó los ojos para que no le vieran el agua que a duras penas contenían. El agua de la derrota, del miedo, de la cobardía. Todo lo que sabía que  contenía su alma, que le pesaba como  losa de cementerio.

 

Ahora poco importa lo vivido. Todo se ahoga en la copa de sol y sombra que calienta y libera el miedo borrando la historia a poco de empezar a salirse con la suya. Poco importa porque el fin se acerca, Juan lo nota, en la piel cada día más translucida, tal que si fuera seda, que trasparenta, a poco que la vista se esfuerce, el interior, que es una amalgama de miedos, de cobardías y de amores truncados. Como el del hijo, que ahogó su bella juventud entre las olas de la Maruca, mientras la Modesta gritaba:

-Se ahoga, mi Juanin, se ahoga, nadie va a tirarse…-

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Tuvieron que sujetarle entre tres, porque otra vez surgió la loba de sus carnes macizas. Sin saber nadar -jamás se metió en el agua-  se lanzaba con aires de loca a salvar al chiquillo que iba dando bandazos entre las olas, mientras unos pocos intentaron sacarlo a tiempo.  Cuando lo hicieron ya estaba yerto, blanco, con la cara en paz como mueren los que fueron tocados por la belleza  y son  los preferidos de los dioses. Le sacaron cuando era ya  tarde y sus pulmones encharcados de agua de mar  no impulsaban el aire. Envuelto en la bruma del grito de su madre, del llanto de extraños,  Juan, decidió que todo había acabado, que ya tuvo bastante. Hurgó el silencio, apagó toda esperanza y se quedó más sordo.

Entre el verde del prado y el horizonte encrespado de espuma de un mar acadabrado de furias, decidió que ya estaba muerto, tan solo había que esperar a que llegara la hora de la marcha. En la espera solo aliviaría el tiempo, el sol y sombra servido por el Chuli en el bar de Merino.

 

Nada podría rescatarlo del país de la derrota, ni tan siquiera la pequeña que correteaba por la casa mirándole, extrañada, de que no le hiciera ningún caso y preguntándose quién es el viejo de la cocina. Él  no quiere vivir ni amar, ni desear, aunque la pequeña tenga en los ojos el mismo agua que desborda los suyos y guarde en su expresión el dibujo exacto de los rasgos comunes a toda la saga.  Quizá la pequeña, cuando crezca,  apenas le recuerde y no entienda que el dolor hay veces que supera la capacidad de un corazón para soportarlo. La mira y se contempla en sus ojos. La mira y le gustaría tener fuerzas y ganas de abrazarla. ¿Cómo decirle que ya no quedan ansias y que la vida  no le pertenece porque tiene demasiados afectos en el otro lado?

 

María Toca

Este relato está integrado en el libro Memoria Herida, que se realizó a favor de Dememoriados.

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Matilde Zapata

La caída de Santander

Sobre Maria Toca 1549 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

5 comentarios

    • Gracias, tanto a ti Mayca como a Maria Carmen Gomez Sánchez. Hay relatos en los que dejamos lastre y a la vez soltamos lágrimas. Éste es uno de ellos, reivindicar a nuestra gente que padeció lo indecible es tarea común. Era mi abuelo, era Juan Cañedo, un hombre bueno al que se le torció la historia. Como tantos abuelos. Un abrazo y gracias por vuestra emoción que es un tributo para ellos.

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