Lágrimas de cocodrilo

«Los cocodrilos vierten lágrimas cuando devoran a su víctima.

He ahí su sabiduría».

Sir Francis Bacon

 

Cuanto más miro a mi alrededor más superada me siento por la fragilidad. Me refiero a la fragilidad como concepto. Se supone que alguien frágil es a quien todos consideramos débil, quebradizo, que con facilidad se hace pedazos, esa persona a la que todos, ataque empático en ristre, corremos a proteger. Pues o el Diccionario de la R.A.E. ha entrado de lleno en el cambio climático o estoy rodeada de hijos de puta.

Vengo observando de un tiempo a esta parte que estas personas, como las cucarachas, están cerca de dominar el mundo. Solo que no tienen intención de esperar al estallido nuclear. Lo suyo está ya en marcha y solo queda esperar que nos pille confesados.

Allá donde se posa mi atención me encuentro con algún espécimen haciendo de las suyas. Son fácilmente reconocibles. Suelen tener ese aspecto de no haber roto un plato en su vida y que esta, como buena puta que es, les devuelve el favor tratándoles a patadas. Viven en una continua queja, en un eterno ay. Tienen esa expresión angelical que se te atraganta al rato de hablar con ellos y que, dos horas más tarde te está produciendo una úlcera que a no mucho tardar se volverá sangrante a poca sangre que tengan tus venas.

Todo eso no es más que una máscara. Detrás de esos ojos anegados en lágrimas que nunca salen más allá de las pestañas de sus párpados inferiores, se oculta una determinación férrea. Algo tienen entre ceja y ceja y no dudéis de que no pararán hasta conseguirlo. Caiga quien caiga. Y quien suele caer somos los gilipollas que tenemos aspecto de comernos el mundo, aunque no sea ni haya sido nunca nuestra intención.

Sus dramas, problemas o uñeros siempre son trágicos y usted, estimado lector, tiene la obligación no solo de prestarles toda su atención, si no que tiene el inexcusable deber de solucionarlos, por la cuenta que le trae si no quiere que su entorno sepa que el lugar de su corazón lo ocupa un bloque de hielo del tamaño de la Antártida. Que ahora me explico yo lo de mi capacidad torácica, miren. Que no es que estos individuos gusten de hablar mal de los demás, no, por dios. Pero no pueden evitar comentar, desde el cariño eso sí, lo fácil que tú lo tienes, con ese carácter, y lo poquito sensible que te muestras con sus cuitas. Con lo cual, inmediatamente, tienen entregado a todo aquel que se halle en ese momento en su área de influencia, no vaya a ser que el siguiente en caerle semejante chorreo sea uno mismo. Y ya está montado el lío y la camarilla.

A partir de ahí, su maquiavélico plan consiste en ir añadiendo círculos concéntricos de afectos y piedades que manejar a golpe de pestaña y mohín, de tragedia griega y épica de vecindona. Al cabo de un tiempo, verá, paciente amigo, como su sinceridad se ha convertido en mala hostia, su buen humor en cinismo y su grupo de amigos de toda la vida en doce hombres sin piedad. Y la cucaracha, en la reina del Chantecler.

Texto: Kim Stery

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