Macario

Por entonces parecía un muchacho: ojillos azules vivarachos que penetraban como una punzada infantil, boca estrecha y enérgica y una fácil sonrisa; tan fácil que apenas pronunciaba una frase se echaba a reír.

En la primera consulta su historia no pasaba de unos lexatines a discreción. Tenia 81 años. Su actividad basal era 70 km a diario y los domingos, acompañado, quizá el doble. No es que quisiera presumir de deportista, es que su vida era pedalear con un rumbo marcado, alcanzar cimas, caer en barrancos, y perderse en los montes. Aquejaba casi un millón de plaquetas que había que bajar si no queríamos que se hiciera un cuajo. Ese verano se marchó al pueblo con la promesa de volver en octubre. Tomaría las pastillas y haría un análisis entre medias. Supe que andaba por los montes de Toledo haciendo rutas y caminos, acompañado de su fiel amigo León, quien echaba el cierre a la puerta de la casa por la noche y se desperezaba en la mañana como un gallo, al alba.

Volvió en agosto, un poco antes, porque se había sentido cansado en uno de sus viajes. El panorama era desalentador. Su sangre apenas era sangre. Su médula un magma fibroso sin sustancia. Unas manchas en la piel recordaban las induraciones de las leucemias.

A pesar de nuestro empeño en retrasar sus salidas en bicicleta diariamente, retomaba sus rutas, eso si, apenas un poco mas cortas, 40 km sin mas, como un aperitivo esperando la recuperación o por lo menos nuestra aquiescencia. Hace dos días se sintió tan cansado que no pudo salir. Acudió a Urgencias con la certeza de resolver el enigma. Su cuerpo andaba agotado, moribundo, apenas podía con su espíritu. Tenía los ojos llorosos y la sonrisa fresca.

Se durmió como quien sueña que rueda campos y montes, caminos y veredas, y llanos y penumbras. Se durmió sonriendo y expiró.

No pude sentir dolor. No pude más que sonreír y celebrar una vida autentica e independiente, una vida vivida hasta el último suspiro.

Texto: Maria Alcocer

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