Manos viejas, ropa blanca

Acabo de abrasarme las manos con agua caliente, lejía y detergente. Grifo abierto. Chorro humeante. Tina de plástico verde. En el fondo una amalgama de suavizante, blanqueadores y jabón. Vierto la lejía. Voy a por mi ropa interior blanca. Esa que te resistes a tirar. Bien porque no encuentras algo igual. Bien porque estás habituada a su comodidad. Bien porque nunca encuentras talla en el revoltijo del comercio. Bien porque todas a la vez. Bien porque te da la gana. Bien de la cabeza no debo estar. Desafío mi hipersensibilidad a las temperaturas extremas.

 

Desafío mi hipersensibilidad a los químicos. Hundo las prendas con mis manos en el agua. Arde. Duele. Ojalá tuviese un cucharón de madera. Me viene una imagen medieval de individuos con capuchas, tiñendo vestimentas en una olla de hierro. Y yo en la era postmoderna», a pura piel, a puras manos, a puras… Prefiero no averiguar si mis uñas siguen en su sitio. Vuelvo a sumergir ropa y manos. Manos y ropa. Pupa.

 

Todo es blanco, menos el bermellón de mis dedos. Froto. Vuelvo a frotar. Queda algún resquicio de tela fuera del agua. Sumerjo de nuevo lo que queda de piel y ese tejido rebelde. Desafío a los elementos y la cordura. Todo por una ropa blanca e impoluta. Blanco nuclear. Blanco brillante. Blanco limpio. Blanco simulando novedad. Mañana tendré unas prendas falsamente nuevas, y unas manos tristemente viejas. Así es la apariencia. Así es el dolor que nos permitimos. Así es la estupidez humana. Así nos vamos quedando sin manos para lo importante, mientras paseamos nuestras ideas blancas, sin movernos del sitio.

Texto: Eva Barreiro

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