Novela en la mesa de al lado

Y cuándo envejezca, qué harás.
Yo estaba leyendo, tan tranquila. Pero qué hacer si en la mesa de al lado, de pronto, alguien se pone a escribir una novela en voz alta.
Ha habido un silencio después de la extraña pregunta del desconocido. Yo no quería girarme y fingía seguir leyendo, o quizás es que estaba leyendo entonces más que nunca, con la misma sensación que tienes cuando desconoces qué va a decirte el autor a continuación, en esos instantes de maravillosa ansiedad que tardas en llegar al siguiente párrafo.
No eres viejo, contesta ella.
Y me pongo a pesar sus voces. Me gusta calcular de espaldas. No solo la edad. También el color del pelo, la ropa que llevan puesta, la forma de mirar, que no tiene mucho que ver con los ojos de cada uno porque los ojos de cada uno son un accidente de nacimiento, sin más.
Y cuando lo sea.
Él, me digo, no quiere preguntar. Por eso susurra la frase, porque no quiere darle el matiz de interrogación. No quiere saber en realidad que es cierto que acabará haciéndose mayor, siempre mayor que ella a pasos agigantados, alejándose como en una escalera mecánica endiablada que solo lo lleva a alguna parte a él, mientras ella lo ve subir, marcharse, desde la planta de la eterna juventud.
Ya veremos entonces. Quizás te envenene lentamente para quedarme con tu casa de la playa, pero aún debo pensar si merece la pena.
Y sé, sin verla, que la chica bebe cerveza y es rubia. Que él se fijó por primera vez en su media melena rizada y pensó que ojalá tuviera diez años, quince años más, en el preciso momento en que entró en su clase y se sentó en la primera fila. Que necesitó al menos dos meses de charlas banales junto a la máquina del café del pasillo para encontrar la excusa perfecta, el estreno de aquella obra de teatro clásico, la enésima sensación de la temporada, una propuesta arriesgada a la par que respetuosa con el texto original y blabla. Que comprar las dos entradas y guardarlas muy juntas en el bolsillo interior del abrigo para que su mujer no pudiera encontrarlas fue lo mismo que pagar los billetes de un viaje extraño y largo.
Me levantó sin mirar, me acerco a la barra. Pago el café y salgo de allí antes de que suene una música inapropiada y aparezcan los títulos de crédito.

Patricia Esteban Erlés

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