Novio redondo

Una vez, cuando era flaca, tuve un novio, que era redondo.
Y la cabeza cuadrada. (por dentro y por fuera). Y cejas muy pobladas. Y un culo como sólo tienen culo las señoras culonas. A saber que vi en él. No lo recuerdo. Ni quiero.
Vivimos un tiempo en la casa de sus padres. Una casa de pidra de tres plantas. En el centro más privilegiado de la ciudad. Justo al lado de la casa de piedra de los padres de Manuel Beiras. Cuenta la leyenda. Que lo habían visto hablar con un árbol en varias ocasiones. Por éso se me ha venido a la memoria.
Durante ese tiempo. Yo tuve por primera vez contacto con la fibromialgia. Su madre lo padecía. Su madre. Que dormía en una habitación de dos camitas gemelas, con su perro, cerca de la nuestra. Que trabajaba en una de las tiendas familiares a jornada completa. Que aunque tenía chica por la mañana en casa. Ella hacía casi todas las tareas. Y la comida. Como le gustaba a su marido. Y si no salía así. Da igual quien estuviera en la mesa. Burra peideira. E inútil. Era lo más fino que escuchábamos los que estuviésemos allí sentados. Una vez me pilló una discusión en la cocina. Yo no sé que estaba pelando. Mientras ellos se estaban peleando. Murmuré unas disculpas. Y me subía la habitación. Fue una de las veces que me gané el respeto del padre. Es curioso. Me lo gané un montón de veces. Un hombre que no me parecía nada respetable. Pero me «daba» alojamiento. Y un hijo. Y que no respetaba. A casi nada, ni a nadie. Le dio por respetarme a mí. No creo que fuese más valiente en aquella época que ahora. Pero algo he debido perder por el camino. En realidad. Toda la familia me respetaba. Yo era distinta. No lamía culos. No daba la razón. No cotilleaba. No me metía en lo que no me incumbía. Me importaban tres pepinos su dinero. Yo les respetaba, me respetaba (creo que ahí está la clave), y me respetaban. Y me querían. El perro el que más. Y los padres después. El novio. No creo que me quisiera nunca. Creo que yo a él tampoco.
El hijo le tenía miedo al padre. Yo no. Queríamos vivir solos. Tuve que hablar yo. Sentados a la mesa con el padre. No voy a decir lo que dije. Dije ni más ni menos que lo que tuve que decir. Y otra ración de respeto. Y un abrazo. Y una buhardilla a reformar. Estas manos levantaron tarimas y remozaron paredes. También estas piernas fueron a porcelanosa, roca, y otros lugares del condado a diseñar y encargar lo que fuese menester. Así que nos fuimos. A una buhardilla muy buhardilla. Donde yo tenía que doblarme a menudo a pesar de mi metro y medio. Así que dejamos de escuchar a los padres follar, cuando a él se le ponía la polla de verano, y reclamaba unas horitas a su mujer en la habitación de cama doble con baño incorporado. En esos ratos, el perro se quedaba solito en la de las camas gemelas. Nosotros. Dos puertas dobles más allá. Nos hacíamos los sordos.
Luego ya. Pasaron muchas cosas. Vi muchas peleas. Mis orejas escucharon muchas historias. Hubo viajes a Colombia. De los que el padre venía especialmente contento. Tanto que los pelos y señales circulaban sin ningún pudor. De uno de esos viajes tengo unos pendientes de esmeraldas engastados en oro, que creo que lo más chipén que he tenido. No he vuelto a ponérmelos. Pues éso. Viajes. Discusiones. Historias turbias. Hijos siguiendo el patrón familiar. Paternal. Cuernos. A mí me tocó lo otro. El desprecio. Las vejaciones. El separarme de mi entorno cada vez más. Sí, ya sé. No es algo que pase de repente. Es una cosa paulatina. Que no la ves venir. En serio. No la ves venir. Porque si no. No pasaría. Qué cojones. Por donde iba. Ah, sí. Ya dormiamos solos. En una buhardilla muy buhardilla. Con su cama doble. Que era un sofá cama carísimo. Pero un sofá cama de mierda al fin y al cabo. Y su televisor. Y que una noche me despierto. Y me lo encuentro. Al gordo caguica. Cascandose una paja. Mientras veía porno. Le monté una del carajo. Y me dijo. A mí. Flaca. Entonces era flaca. Que quería. Que si yo no le ponía. Que estaba gorda. Y le daba asco. Eso me dijo. El puto culombio. Y eso me creí. La puta mente. Que ya no era mía.
Hacía tiempo que yo tenía el respeto de todos. Menos el suyo. Y yo me respetaba. Pero no con él. Qué cosas. Menudo cubo de rubik. Pero así es. Y así fue. No recuerdo si los gritos fueron antes. O después. Las discusiones. Cuando me tiró la grapadora a la cabeza. O cuando empezamos a ir a terapia. Y ni un año de novios. Y yo hacía todos trabajos personales y de pareja que recomendaba. Y él ninguno. Y al final me fui. Y al final le dejé. Y al final el padre lloró. Un señor que no había llorado en su vida. Y el perro lloró. Y la madre no lloró pero me dijo que un orgullo haber sido su nuera. Y mira tú qué bien. El hijo lloró. Y lloró. Y lloró. Y lloró. Y vino a verme un montón de veces a casa de mis padres. Y lloró tanto. Y tan bien. Que casi dudo. Hasta que la última vez me dijo. A ver si te decides, porque hay otra chica en el gimnasio a la que le gusto. Creo que es con la que está casado ahora. Supongo que vendría un anillo con el paquete número cien de kleenex.
Nadie lloraba ya.
El perro habrá muerto. Y un hermano al menos. Se divorció.
Alguna vez pensé en empeñar los pendientes. Total, además, ya ni los uso. Ni esos, ni ninguno.
Kleenex. Sigo siendo accionista. Hoy mismo me he «jartado» de llorar unas dos horas. Gajes del oficio.
El porno, aunque era gran consumidora, he dejado de verlo por completo hace más dos años.
Y en cuanto al respeto. Me lo sigo ganando. En la misma medida que (me) lo sigo perdiendo. Creo que es de lo poquito que me falta. Para lograr del todo. Lo del post anterior.
Ahora debería cenar algo. O vomitarlo. Ultimamente parece que me he tragado a Coelho o Espinosa.

Eva Barreiro.

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