Pepita

Aquel mes de julio del 37 pudo haber cumplido su sueño, pero no era así como siempre lo había imaginado. De golpe,  vinieron los recuerdos: “madre, quiero ir a la mar, a pescar, a traer dinero para ayudarle a usted y a los niños”; “niña, la mar es para los hombres; tu traerás el dinero del pescado trabajando en la fábrica, como todas; ya se yo quien te mete esas ideas en la cabeza: el mismo que te ha quitado de ir a misa y te ha transformado”.

Su madre se refería a él, al diablo, que tenía unas ideas que la iban a llevar a su perdición: “la política también es cosa de hombres, más esa tan radical” “Que sabrá usted madre; él quiere que las cosas cambien para todos y tiene razón en las cosas que dice; y él sí que sabe lo que es la mar, pescando o recorriendo todos los mares del globo. ¡Ah! Y ha estado hasta en Cuba”.

La ráfaga de las bombas sobre la cubierta de aquel barco inglés la sacaron de sus pensamientos. El miedo se apoderaba de los que, huyendo de las consecuencias de la guerra, querían llegar a Francia para ir donde los suyos seguían manteniendo la llama de la libertad que suponía la República, para los que habían puesto sus esperanzas en ella. Los gritos iban en aumento, mientras el barco vira y vuelve a poner rumbo al puerto de Santander. De regreso, y a pesar de los gritos, recuerda las tres noches que ha pasado en la capital junto a su pequeña hija, que acaba de cumplir tres meses y sus hermanas de veinte y seis años que Pepita se ha traído de Laredo, en casa de compañeros del sindicato, que ha organizado la evacuación. De nuevo en los muelles del puerto, las cuatro mujeres deambulan en espera de que alguien tome la iniciativa. Ya no están los que las llevaron al puerto en la madrugada y ellas no conocen a nadie. Pero Pepita,  demostrando a su madre que ella es capaz de hacer las cosas mejor que los hombres, se dirige a los que parecen mandar en aquel caos y les presenta al resto de su grupo, especialmente a su hija y a su hermana pequeña, hasta lograr ser embarcadas nuevamente en el primer barco que pone en marcha la “Sociedad de Naciones”.

De nuevo la mar y de nuevo esas malditas bombas de los aviones alemanes aunque ahora la intensidad sea menor. Bajo cubierta, hay más seguridad, pero hay que participar de la incertidumbre, del miedo no siempre contenido de los adultos y los lloros abiertos de los niños. Y Pepita necesita volver a sus recuerdos. La superficie exterior, a pesar de las advertencias, son el lugar que ella escoge para evocar a la familia que queda en Laredo, su madre y sus cinco hermanos naturales, más otros dos de acogida, como en la mayoría de las casas de Laredo: ¿“Cómo saldrán adelante ahora, sin mi ayuda”?. Y a pesar de las diferencias, sabe que va a extrañar a esa madre que siempre le ha acompañado en sus momentos más difíciles, como ese parto prematuro consecuencia de abandonar un reposo obligado para ayudar a sus hermanos menores a alojar a los refugiados que han llegado huyendo de los bombardeos en Guernica y poblaciones de los alrededores. “Y mira que la niña va a salir también tozuda y curiosa, como tú, empeñándose en salir antes de tiempo para ser testigo de estos acontecimientos”, repetía la madre, mientras le ayudaba a sacar a la prematura criatura adelante, con los mejores productos que las circunstancias permitían, para ayudar a nutrir los buenos senos que Pepita posee.

Un golpe de mar rompe los pensamientos y cuando vuelven, vuelven a él, su compañero, el padre de su hija, a la que ha conocido apenas unas horas porque su compromiso le ha llevado a la milicia y las últimas noticias, ya lejanas, le situaban defendiendo el Puerto de El Escudo. Algunos combatientes, al perder sus posiciones se han ido a lucha a Cataluña: “¡ojala nos encontremos pronto!”.

La sirenas del barco rompen definitivamente sus pensamientos y sus recuerdos. En el horizonte comienzan a dibujarse, primero levemente y poco a poco con más nitidez, los perfiles del Puerto de La Rochelle, donde pronto se distinguen también los saludos fraternales de los voluntarios franceses que van a ayudarnos en el desembarco.

En las naves que acogen a los recién llegados, un “potage” –“como dicen ellos”– caliente a pesar de estar en verano,  y un buen trozo de pan blanco son bien recibidos. No hace frío, pero el cansancio y la incertidumbre pesa sobre todos ellos. También las mantas que les distribuyen servirán para tratar de buscar un descanso que llegará a duras penas. Son muchas las emociones, las incertidumbres y algún sollozo aislado que viene a romper el silencio de la noche, como para conciliar el sueño con facilidad. Solo los niños duermen plácidamente para consuelo de los mayores.

Los primeros rayos solares rompen las leves cabezadas que se han podido dar, pasadas varias horas, y es el momento de empezar el viaje en tierra.

Se agradecen de nuevo, leche caliente y galletas para los niños, y la misma leche manchada con una especie de café y de nuevo pan para los mayores. Al poco de acabar la primera comida, quién sabe si la única de la jornada,  se acercan a las vías del puerto los vagones de un viejo tren que va a llevarles a la ansiada Cataluña. Cuando arranca, una última mirada al mar que les ha separado de su querido Laredo y que se va difuminando a medida que los vagones se alejan del viejo puerto pesquero.

Casi treinta años tardará en volver a ver su ansiado mar, pero eso Pepita no lo sabe.

José Luis Pajares

http://www.represionyexilio.com

Relato sobre hechos reales de Pepita, heroica militante y exiliada de CNT.

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