Sueño con Luz, IV José Luis Serrano

Y efectivamente yo no te había olvidado y aquí estaba. En la plaza Seffarine. Sentado delante de un té a la menta (había intentado explicar que no me gustaba la menta, que quería un té sin menta, pero no supe). Me daba miedo el tono profético de tus palabras, tu convicción de que yo no iba a olvidarte fácilmente y de que algún día, en el futuro, “cuando te decidas”, estaría aquí sentado como lo estoy ahora. Buscándote entre la gente. Esperándote. Mirando por si apareces en alguna de las calles que desembocan en la plaza y que conducen hacia las curtidurías (hacia las tanerías), hacia el barrio de los tintoreros, hacia los puentes que cruzan el río, hacia las otras plazas de Lalla Ydouna o R’cif.

Pago el té y bajo hacia el río. Todo está en obras. Van a hacer un paseo a cada lado, en una zona en la que las casas están tan abigarradas que parece imposible. Al final me he decidido por un riad cerca de la plaza de R’Cif, en la que se respira un ambiente muy relajado: los hombres contemplan las obras del puente, las mujeres y las niñas el río que baja caudaloso y marrón, los niños juegan al fútbol y gritan. Hay carritos en los que venden garbanzos cocidos y harira o chorba (eso creo). Dejo la maleta en la habitación y vuelvo a subir la calle hacia Bab Boujloud. Si uno toma aliento y sube sin prisa, solo en algunos tramos el paseo se hace algo duro. Me confundo y me meto en la Kasbah En Nouar, desde la que pretendo salir a la carretera de circunvalación, pero no lo consigo, aunque disfruto de sus calles luminosas, así que retomo el camino hacia la puerta azul. Finalmente, fuera de la Medina, veo las tumbas meriníes allá al fondo, recortándose contra el cielo tormentoso. Decido caminar rápido, por si empieza a llover. Pronto encuentro un camino con escaleras de hormigón a medio hacer que imagino que conduce hacia las tumbas.  Es muy bonito Fez, tanto que quita el aliento. Desde lo alto recuerdo que me hablabas de esta vista, de los hombres que secan las pieles extendidas sobre la tierra, que aquí es de un color ocre oscuro. El canto del muecín de la mezquita grande arrastra a las demás, a las de los barrios.

 

Está oscureciendo. Qué pronto se oscurecen las ciudades rodeadas por montañas. Empieza a llover despacio, mansamente. Una pareja de novios, cogidos de la mano, ella con un velo negro que le cubre por completo la cara, se sienta debajo de un olivo mirando hacia la ciudad. Un borrico relincha, quizá porque no puede subir ese camino empinado, cargado hasta los topes de naranjas y de calabacines, o porque no quiere hacerlo. Un relámpago ilumina el cielo tras las tumbas. El trueno no llega a oírse. Ladra un perro (es raro, hay pocos perros en Fez. Hay muchos gatos, sin embargo). Unos niños juegan a empujarse entre las ruinas. Otros tres niños hacen carreras ladera abajo, gritando jubilosos y dejando un reguero de polvo dorado tras ellos. El hombre de las pieles de cordero las voltea cuidadoso. Un joven, a su lado, varea un olivo junto a una hoguera, cuyo humo amarillento se diluye rápido. Unos pajarracos negros graznan arriba, en el cenit. Me duele el pecho, como si se me fuera a salir el corazón. Los lagartos se esconden entre las piedras ahora que ya se ha ido el sol. La luz deja de reflejarse en los tejados de la mezquita mayor. Una ambulancia circula a toda velocidad por la carretera, perdiéndose en la lejanía, dejando a su paso manchas de azul intermitente en las murallas. Unos ancianos esperan al autobús, cerca de la puerta por la que salí hace un rato, cuando andaba perdido. Dos policías conversan despreocupados junto a un muchacho que vende naranjas con un carro de madera. Rodeo las ruinas y detrás, sobre un cerro, un pueblo blanco y ocre se derrama por la ladera bajo la sombra del minarete. Empiezo a descender hacia la Medina.

 

Fin

Texto: José Luis Serrano.

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