Tenemos hambre padrino

Era su marido, pero ya apenas si lo reconocía a fuerza de verlo por solo una hora cada día, una hora en que se limitaba  a verlo inclinar la frente donde descansaban los cabellos revueltos, le revisaba con la mirada las manos ennegrecidas sosteniendo en ellas una cruz. El apenas la miraba, estaba siempre con la cara al cielo, la mirada perdida en el infinito, igual que ayer, igual que los últimos tres meses.

Su cara era un ruego permanente, donde se hacían nudo surcos nuevos cada mañana.

Cada día le llevaba algunas cosas de comer hasta el lóbrego cerro donde  una noche llego a esconderse. Preparaba el pequeño lonche con esmero, con esperanza, y el, que siempre fue de buen comer,  ahora apenas si lo probaba.

 

-Comete un taco siquiera, te hace mucha falta.

 

-No puedo, tengo algo atravesado en la garganta.

 

Todos los días era lo mismo, y cada vez era menos lo que comía, cada día se apagaban más sus ojos resecos, deseosos de llorar. La voz cada vez más delgada, más temblorosa.

 

-Ese ayuno te va a matar, hazlo por tus hijos, tienes que volver allá con ellos.

 

Los hijos ¿Por qué tuvo que nombrarlos?

Venida de donde siempre, soplo una leve corriente de aire, creció el temblor de la voz de Miguel, que no atinaba a hilar palabra, y solo soltó sollozos envueltos en murmullos.

 

-Vete ya. Los hijos estarán esperando. Diles que los quiero mucho.

 

María sintió como se le desboronaba la garganta. Y se guardo las imágenes para repasarlas en casa; La luz del atardecer bañando la breña del cerro, su marido cayéndose en pedazos, vencido. Y decidió dejar así las cosas.

 

Fue en una tarde de mala suerte, cuando las cosas se pusieron mal y tuvo que matar a  Juan, su compadre del alma. No nada más por nada como bien lo sabían todos. No le quedo de otra, en mala hora. Sí, todos lo sabían, hasta el comisario que luego le dijo que se escapara y hasta le dio su gabán y su machete. Y le aconsejo que se fuera al cerro de Ortega. Estaba cerca, y desde ahí se podía ver el caserío con solo estirar un poco la vista hacia abajo. Y se podían ver los corrales, las limoneras y las huertas de mango floreando.

 

Vete rápido –le había dicho- yo le aviso a tu mujer para lo que haya que hacer.

 

Miguel era de costumbres reposadas, apenas si probaba el vino de vez en cuando, un trago nomas, nadie lo recordaba en pleito alguno. Y vaya que a su compadre le aguanto por puro compromiso, lo más que pudo, movió la cerca, porque así se lo pidió con malas palabras. Vio con desgano como se perdía la fruta de su huerta, vio como disminuía el número de sus animales.

 

Y aguanto.

 

Pero propasarse con la mujer y los hijos, eso ya no. Y delante de él, ¿Pos como pues?

 

Tenía siempre el pensamiento tirando de un lado para otro,  mientras el cuerpo se le iba quedando en pellejos. Había siempre un amargo sabor llenándole la boca.

Miguel se doblaba cada día un poco más. Sintiendo el estomago revuelto, se limpiaba a cada rato las manos que una tarde se bañaran de sangre, y luego, a cada rato se miraba la camisa, y la revisaba pedazo a pedazo olvidando que no era la misma, olvidando que su mujer le había traído ropa limpia, y que ahí mismo entre rocas, habían quemado juntos las prendas manchadas con la sangre de su compadre.

 

-Aquí te dejo estos tacos, por si al rato te animas y te comes alguno.

 

-Está bien, vete de prisa, y das la vuelta para que llegues por el otro lado a la casa, que no sepan de donde llegas.

 

-Te digo que nadie pregunta. Porque saben que tú no eres malo.

 

-Vete mujer, cuida a mis hijos.

 

-Ellos estarán bien Miguel y estarían mejor si tú no te negaras a comer un poco más. Apenas si pruebas lo que te traigo.

 

-No me niego, pero pienso en mi compadre. Pienso en sus hijos ¿Qué necesidad tenían, que culpa para sufrir las penas de la orfandad? Apenas me llevo la comida a la boca y las visiones me atormentan mas –Tu ya vas a comer ¿Y nosotros?- Me dice el chamaco mayor, el ahijado. Y siento que me hundo cada vez más en un abismo negro.

 

María ya poco lo escucho, todos los días oía lo mismo, se seco unas lágrimas con la mano y se bebió de un sorbo muchas más. Se fue andando cerro abajo, sin prisa, ¿Para qué?

 

Miguel, largo rato la siguió con la mirada hasta que se perdió entre los montes y las primeras sombras del oscurecer.

En el último cruce de miradas, los dos se despidieron, los dos sabían que era ya para siempre.

 

Se recargo poco a poco contra una roca mientras oprimía con sus escasas fuerzas el crucifijo que se perdía entre sus manos negras. Se quedo quieto al abrigo de la noche.

 

Cuando lo encontró su mujer al día siguiente, estaba rígido, las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados para siempre.

 

Lastima y pena infinitas hacían temblar el labio inferior de María, cuando entre lágrimas encomendó el alma de su marido al cielo.

 

Se inclino sobre sus rodillas y se puso a platicar como si su marido la estuviera oyendo.

 

-Ya veras, vendrán los vecinos para ayudarme a llevarte, te rezaremos la noche entera, al arrullo de la huerta que rodea la casa.

Tus hijos te verán, te miraran a la cara, alumbrados por los cirios y pensaran que no eres tu, y es que te moriste tan poquito a poco Manuel, que el cuerpo se te acabo primero que la vida.

 

Martin Garibay Méndez

 

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