Una cántabra en Japón. Paula va de visita

Hace unos días  salí  de viaje. Me convenció mi madre, de que debía moverme, dejar  de estudiar y salir a ver mundo (suerte de madre). Osease el Japón profundo. Visitar los sitios que no salen en los mapas. Ansiaba ver los lugares más humildes y recónditos de este fascinante país;  perderme por los pueblos de montaña y alejarme de la monotonía del día a día y el ruido de la capital.

Paseando por los lugares escondidos de Japón, noté en seguida que mí presencia de extranjera llamaba la atención. A medida que avanzaba por las calles de los diferentes pueblos,  constaté  que la gran mayoría de los aldeanos no me quitaba la vista de encima. Cuando les devolvía el gesto junto con una sonrisa, escondían el rostro rápidamente. Una amiga japonesa me reveló antes del viaje que “la gente de pueblo tiene miedo a los extranjeros”. Sin embargo,  más que miedo, noté  curiosidad.

Uno de los sitios que visité era un pueblo en el que me encontré con una chica,  japonesa, debíamos de tener más o menos la misma edad. Vestía de manera cómoda, con una sudadera y unas mallas. Iba subida en una bicicleta. La vi a lo lejos. Se paró, recostando su cuerpo tímidamente contra una valla.  Pensé que lo haría por estar cansada, sin embargo  me di cuenta que me observaba. Cuando llegué hasta ella, bajó la mirada y  dibujó una sonrisa en su rostro. Me pregunté en qué estaría pensando. Tal vez   recordaría algo  pasado. Me hubiera gustado entablar conversación, pero dudaba si su humor estaría receptivo.  Pasé de largo pero  sin quitarle ojo de encima, esperando por si levantaba la mirada .  No se movió. La fui  perdiendo de vista. Miré hacia atrás un par de veces constatando que aún estaba parada, con la cabeza agachada y los ojos ocultos bajo el flequillo. Seguía sonriendo. Pensaba en algo, que yo nunca sabría.

Mientras caminaba por los pueblos japoneses perdidos en la montaña me sorprendía constantemente : los jardines no tenían muros, dejando las casas expuestas a la calle. Los coches, las bicicletas, e incluso triciclos,  parecían formar parte del camino. Salvo por una línea imaginaria que los separaba, permitiendo al caminante  pasear. Curiosamente, todos los objetos parecían saber cuál era su lugar. Respetaban plenamente el espacio.  Saqué la cámara un par de veces, con mucha precaución. Quería fotografiar las bicicletas, las cuales servían de percha para los vestidos y los petos que colgaban de ellas, manteniendo un equilibrio casi perfecto. Quería tomar un recuerdo de los carillones de viento de las puertas y guardar de alguna manera la melodía que emitían cuando la brisa los movía. No había nadie allí para impedírmelo, nada más que yo misma, que por pudor me limitaba a fotografiar nada más que lo indispensable y a mantener en la retina todo lo demás.

Después de llevar horas recorriendo los pueblos que iban apareciendo en el camino y andando por el arcén de la carretera en alerta constante por si aparecía algún vehículo grande, llegué a los sitios que aparecían marcados en los mapas como mecas turísticas. Me encontraba agotada, con las piernas doloridas y las botas marcadas por los roces del terreno. Contraponiéndose a la imagen extenuada que yo emitía, estaba la de los turistas. Todos con sus cámaras, Canon, Sony. Con ropa de marca perfectamente preparada para la caminata que yo me acababa de hacer, como adorno al camino realizado. Allí estaban las familias discutiendo por tomarse una foto, empujándose los unos a los otros por el mejor plano.

Vi a muchos turistas asiáticos en kimono (no eran japoneses), con las vestimentas atadas con una dudosa técnica y las telas arrastrando y ensuciándose a medida que movían la prenda. Había también occidentales. Muchos les sacaban fotos a estos turistas en kimono.

Menudo lío, pensé. Nadie se entera de nada. Unos con el kimono puesto a su manera y los otros haciéndoles fotos. En los templos  había también un  cierto  desorden . Pude notar la rapidez de la joven dependienta al darme la entrada y pedirme el dinero, de manera mecánica. No sabía si hablaba japonés, ni le importaba. Solo veía a una chica occidental: una persona, una entrada. 500 yenes : el siguiente.  Buena  forma de hacer dinero, pensé.

Debido a mi cansancio, decidí volver a la ciudad en tren. Fui siguiendo la cola de  visitantes  que se formaba  hasta la estación. Caminaba enrabietada, aguantando pisotones y empujones, parándome cada vez que alguien quería hacerse una foto. Leía los carteles del camino: Faltan 200 metros. Le quedan tan solo 100 metros.  Indicaciones, más indicaciones. Parecía un redil por el que conducían al ganado en ropa de sport. Lo mejor fue que me dio tiempo a fijarme en las tiendas de suvenirs, estaban rodeando el camino hasta la estación. Me vi rodeada de una pequeña locura.

En el tren noté como algunos turistas sonreían mientras miraban las fotos que se habían sacado en los templos. —Para ellos, así está bien— pensé. Tenían la foto, es posible que  no aspiraran a más. No querían, ni se molestaban por entender esta hermosa cultura. Tan solo les importaban las fotos y los abanicos que llevarían a sus países, por los que se habrían dejado un ojo de la cara, cuyo significado posiblemente muchos hasta ignoraran. En aquel instante llegué a un pensamiento que mantengo a día de hoy: se viaja para contar, sin enterarse ni empaparse de la cultura y las diferencias. Y por allí andaba yo metida, agradeciéndome a mí misma haber ido a la aventura. También, prometiéndome no volver  a ningún sitio turístico. No estaba allí, el Japón que buscaba.

   Texto: Paula Fernández

Fotografía: Paula Fernández

 

 

 

 

 

 

 

                 Chicas japonesas en kimono, de camino al templo.  

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