Y SE FUE.

Una tarde cualquiera en que llega a casa con la luz de emergencia puesta y un tren de aterrizaje que traquetea  inseguro, descubre al calor del primer sorbo de cacao un hilito suelto que arranca en uno de los pliegues de los puños de la camisa. Decide tirar de él pero algo le dice que sin forzarlo, y en lugar de romperlo se queda con palmo y medio de hilo entre las manos. Tiene a mano unas tijeras y aún no ha renunciado a quebrarlo de un tirón brusco, pero no hace caso a ninguna de los dos alternativas y sigue estirando, y escucha el siseo del tejido deshilachándose y los botones desprendiéndose y perdiéndose bajo el blanco de la nevera. El puño desaparece al ritmo que el ovillo se incrementa, y después es toda la manga la que se esfuma, haciéndole cosquillas en el codo, girando bruscamente en el hombro, extendiendo la enfermedad por los omóplatos, los cuellos, los pliegues inferiores, el otro hombro. Hay algo hipnótico en el hilo que crece al son de un sonido tan hipnótico y relajante.

Cuando a la camisa le quedan apenas unas migajas de coherencia, descubre sin mucha sorpresa que el final del hilo está como enganchado con una hilacha de piel, restos de una herida no muy bien cicatrizada. Es por ello que el último tirón suave levanta esta cobertura seca y arrastra consigo hilos de la epidermis que la rodea. Sufre la curiosa sensación de estar perdiendo algo que necesita y a la vez le sobra. No siente dolor, solo un vértigo ocasional, como si se estuviera quedando solo en un mundo que no comprende o al que no sabe como pedir información o disculpas. El ovillo de algodón se enlaza con el epitelio formando como dos capullos de seda diferentes. Sin dejar en ningún momento de tirar va desengarzando miembros, recuerdos y sensaciones, y descubre que ser cada vez más liviano, trae consigo un embotamiento parecido a una suave resaca. Olvida nombres y lugares que van a parar a cualquiera de los dos ovillos, olvida la primera vez que su madre le dijo que no era más especial que otros, olvida la última vez que la despidió cuando ella subió a aquel coche para perderse en aquella carretera ovillada. Intenta recordar su pulso acelerado cuando le presentaron a M. pero todo se pierde en la misma maraña. Los remordimientos suelen tardar en despegarse y su tejido es más enrevesado y consistente, y por eso se resisten un ratito más.

Y así durante horas, hasta llegar al corazón de piedra.

Texto: Jean Boucicaut

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