¿Abstinencia a los cincuenta?

Se ve venir, se avisa de un desastre. La intolerancia se asienta poco a poco en nuestro pensamiento, lentamente toma el poder y se instala en el ordenamiento jurídico. Entonces nos encontramos en una maquinaria que nos aplasta, que nos controla incluso en nuestros hábitos más íntimos y personales. Las leyes de inmigración nos atan a un país, más aún a una ciudad, aparecen las leyes de reproducción, de trato sanitario, de pureza de raza, dejamos paulatinamente de tener un proyecto de vida para formar parte del plan de un dirigente.

La historia de los García merece ser contada. Un matrimonio normal, con una hija, del país, trabajadores responsables, el cinco de julio se encontraban  parados delante de un semáforo camino de una clínica de fertilidad, la circulación pesada y el bochorno colándose por las rendijas. Ernesto, atento a la luz, la miraba tiernamente por el rabillo del ojo. Veía sus dedos atormentados que no cesaban de  arrancarse uñeros,  sin duda, embargada en esa melancolía que invade a las despedidas definitivas.

Matilde hizo un amago de hablar, al menos abrió la boca y dirigió un dedo al aire, como queriendo subrayar algo. La pena la ahogó, no pudo emitir nada, permaneció en silencio. Lo del tráfico ya era lo de menos.

No era una mujer vieja, su edad rondaría algo más de los cincuenta, doce años menos que él. Todavía de buen ver, pelo teñido, una figura menuda y musculosa, le daba un aspecto juvenil que la ayudaba para seguir sirviendo mesas en una cafetería del centro de la ciudad. A veces, se ceñía una camiseta de encaje y escote para conseguir una propina extra.

Mientras Ernesto arrancaba de nuevo, Matilde recordaba que hace meses una ginecóloga del hospital le dijo que abortar estaba prohibido en la ciudad. Se lo tuvo que repetir y siguió sin entender. “¿Qué había pasado de la ley de plazos?” La especialista la miró fijamente, lanzando  palabras con desprecio y tachándola de irresponsable. Matilde no pudo soportar la presión, no preguntó más y salió del consultorio con paso indeciso. Un pie que tarda en llegar al suelo, otro que se tambalea en el aire; presiente una grieta delante de ella que la engulle. La han hecho sentirse como una adolescente de fin de semana y no puede descargar la rabia y las lágrimas, porque debe volver al trabajo con la cara bien maquillada.  Su cabeza se ha quedado en modo de espera, la boca abierta, la mirada perdida, en dirección al coche y el pie que no alcanza a posarse.

Así empezó su peregrinar por la Administración. Nadie era claro. No obstante, la conclusión sí: solo se realizaban abortos terapéuticos. En la Comunidad se había firmado una objeción de conciencia contra lo acordado por el Gobierno en el 2010. Ningún profesional practicaba interrupciones voluntarias del embarazo. ¿Acaso el suyo era voluntario?  Matilde no usaba anticonceptivos, porque había entrado en la peri menopausia y en el centro de planificación familiar no le habían prescrito un tratamiento seguro. ¿Abstinencia carnal? ¿En el siglo XXI? ¡Qué dolor! La tranquilizaron. Le aseguraron que en un noventa y ocho por ciento no habría problemas. Solo quedaba un porcentaje del dos. La probabilidad era ínfima.

A Ernesto su amigo, Roberto, se lo explicó claramente. Como celador de hospital, conocía a médicos que no asumían la objeción, sin embargo preferían firmar antes que ser señalados. La vida en provincias tiene otro rumbo y un motivo práctico, el de evitar todo el trabajo de los objetores.

—Hacerse el héroe, -le explicaba Roberto-, solo te carga de trabajo y te deja expuesto a las denuncias por mala praxis. No merece la pena.

Ernesto se lo contó en la cocina de casa, sentada a la mesa, estrujando el delantal entre los guantes de fregar. No supo ver ningún lado bueno, solo la maquinaria inhumana de la Administración metiéndose en su vida conyugal.

Su caso se dilataba debido a las listas de espera y a que la ginecóloga lo demoraba todo juzgándola, en lugar de proponerle alternativas. Así los plazos se pasaban y no le quedaba más remedio que usar el consejo de Roberto de acudir a la Mami, porque ir a Pamplona suponía encontrarse con un grupo de los próvida a la puerta de la clínica esperándola para moralizarle sobre sus actos.

De la Mami no se conocía el nombre, solo ese apelativo que sonaba a madame de meublé. Era la opción que había y que la trataran como a una chica de alterne. A Ernesto, Roberto, le había contado que la Mami era una profesional de confianza,  que se ocultaba bajo ese apodo para trabajar fuera del sistema, parapetada en una clínica de reproducción asistida.

—Es la hipocresía de siempre, -le decía-, frente a los compañeros y la comunidad firmo una objeción, pero para el bolsillo trabajo furtivamente.

Al aparcar, Ernesto recordaba una historia que le contó su padre cuando no quisieron venderle preservativos en una farmacia, eran los años setenta de un país pacato y recién estrenado en la democracia. Los cambios parece que no habían sido tan profundos.  Matilde, por su parte, elucubraba en el momento en que debió de quedarse embarazada. Seguro que fue aquella noche, cuando estrenó un body de raso y brindaron con un Paternina porque la jubilación de Ernesto ya estaba cerca.

Cuando se despidieron, Matilde le susurró:

—Es la mejor solución, no podemos permitirnos que me vuelvan a despedir como hicieron cuando tuvimos a Cayetana. Seguro que, en menos de dos horas estoy de vuelta.

 

Arancha Naranjo

Sobre Arancha Naranjo 17 artículos
Arancha Naranjo Lumbreras (Palencia, 1969). Española, educada en varios países europeos: Francia, Rusia, Dinamarca. De formación Historiadora y Bibliotecaria, ha incursionado también en el mundo del Derecho, a través de su trabajo en la Administración Pública. En la actualidad se dedica a la escritura, habiendo publicado cuentos en varias Antologías colectivas: Desde el confinamiento: Relatos de urgencia, proyecto del Hospital de Brugos; Antología de Labios rojos, chocolate y una rosa, proyecto amadrinado por Rosa Montero que surgió de las colecciones de Carmín y Chocolate; y ahora participa en un proyecto coordinado por Liliana Blum que ha surgido de los Talleres de Sonia Higuera.

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