Acariciar a la gata

Al entrar en su casa lo primero que hizo fue abrir el trasportín de Catusa. Se descalzó tirando los zapatos con cierto desdén, y descalza se fue hasta el equipo de música, para poner un CD: Bossa Sensual Lounge. En un momento había disparado contra mi línea de flotación dos misiles cargados de sensualidad: el descalzarse como cuando éramos adolescentes, y el poner el disco de Bossa.

No me preguntó. Directamente sirvió dos vasos de Cardhu con una piedra de hielo en cada uno y puso en un plato almendras fritas.

Todo esto lo había presencia Catusa sin atreverse más que a asomar la cabeza ligeramente desde su trasportín. Quizás ahí tuviera yo un pequeño desfiladero por el que escapar, y la llamé muy bajito. –Catusa, Catusa, ven cariño, no pasa nada.

Por fin tras la cabeza vino el resto del cuerpo, y con su sigilo más felino, se acercó hasta donde yo estaba. De un salto subió sobre mis rodillas buscando la caricia tranquilizadora, y ambos nos ofrecimos ese contacto que nos devolviera el sosiego que la situación, diferente e idéntica nos había hecho perder. Nos sabíamos vulnerables y en cierto modo, en campo abierto.

Al fondo del pasillo se oía el rumor de la ducha. Mientras yo me ocupaba de la gata, Diana había desaparecido rumbo al baño. Sin duda aquel era otro misil. Imaginaba cómo sería su regreso pasados dos o tres minutos, y no me equivoqué en nada.

Avanzaba descalza y casi de puntillas de vuelta por el pasillo, los dedos metidos entre el pelo que revolvía buscando ahuecarlo, una bata de seda cruda en beige muy corta, apenas cruzada y sujeta  por un cinturón de la misma tela, y por supuesto sin nada debajo, eso era evidente.

Al llegar junto a mí me ofreció un paquete de Marlboro y me pregunto ronroneante. –¿Me enciendes uno?

Sabía perfectamente que yo no fumaba y sin embargo, las muchas noches en las que nos quedamos a estudiar juntos, a ella le encantaba pedirme que le encendiera los cigarrillos. Entonces no me daba cuenta de que quería tener entre sus labios algo que antes hubiera estado entre los míos, ahora lo tenía absolutamente claro.

Obedecí solícito su petición, aunque sin tragarme el humo, para ofrecerle el cigarrillo. Lo tomo de mi mano y dio una calada muy profunda, para luego echarme el humo en la cara. Catusa dio un salto y se fue hasta un sofá tapizado en flores estampadas en lila. Entonces Diana ocupó sobre mis rodillas el lugar que había dejado la gata y me pregunto. –¿Querrás acariciarme a mí como a ella?

Víctor Gonzalez

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