Asesinos, carroñeros y ciudadanos.

Víctor: Querido Justo, en muchas ocasiones hemos comentado que tal y como han acontecido nuestras vidas, nos podríamos pasar el resto de ellas escribiendo una y otra vez este libro. Por algo será.

Ayer mismo, sin ir más lejos, buscando uno de esos temas con los que empezar un nuevo capítulo, me encontré casi sin querer con esta anécdota que me contaba mi hijo mayor, y que me viene como anillo al dedo para seguir ahondando en una época muy determinada (la adolescencia) y en unos comportamientos muy determinantes, que marcan, y de qué manera, nuestra forma de comportarnos y de conformarnos como hombres en edades más adultas.

Una de las grandes tradiciones que en muchos colegios parecen inamovibles con el paso de los años, es lo que sucede en los cambio entre una asignatura y la siguiente, entre una clase y otra. Esos breves cinco minutillos (si llega) en los que sale uno de los profesores/as y entra el siguiente, donde se procede a saquear la caja de tizas (a veces recién estrenada de lo poco que se utiliza ya en estos tiempos de pizarras cibernéticas) que se guarda en el primer cajón de la mesa del profe para iniciar la consabida guerra de tizas.

Cuando pregunto a mi hijo si son muchas las personas que participan de estos divertimentos, con una sencillez aplastante me explica que no todo el mundo participa de estas «guerras» porque hay tres tipos o categorías de «personas» («jerarquías», les llamaría yo, pero sigo dejándole contar su historia sin interrumpirle), y cómo cada una de ellas actúa de manera diferente a las otras.

La clasificación es como sigue (categorización irremediablemente influida por el vocabulario gamer de juegos como los Fortnite y compañía):

-Los asesinos: Fácil. Aquellos que se dedican a lanzar las tizas.

-Los carroñeros: Aquellos que no tiran directamente tizas a otros compañeros/as, pero que se dedican a recogerlas del suelo y se las van dando a los asesinos para que sigan con su cacería. A cambio, con frecuencia se libran de ser ellos mismos los abatidos e incluso pueden llegar a ser protegidos por los asesinos si hiciera falta.

-Los ciudadanos. Aquellos que son objeto de los ataques de los asesinos y que hacen lo posible por protegerse de la lluvia de proyectiles que se sucede entre una clase y otra. Su función principal es defenderse y tratar de que el tiempo que pasa entre una clase y otra transcurra lo más rápido posible y salgan ilesos del asedio.

Obviando de este relato el uso del masculino genérico que cada día me rechina más (y que mantengo por preservar el relato de mi hijo a lo más fielmente narrado por él) y sin entrar a valorar qué proporción de chicos y de chicas pertenece a uno u otro grupo (que la imaginación de cada cual le lleve a la conclusión que quiera), me asombra la capacidad de resumir de forma tan sencilla cómo las jerarquías y los mandatos de grupo están tan perfectamente delimitados, asumidos y normalizados a estas edades, tan marcados por el ansia y aceptación de la pertenencia al grupo.

En mis últimos tiempos de lecturas feministas y de libros donde se trata de explicar eso que se llama «las nuevas masculinidades», nunca me he encontrado un análisis tan certero y tan poco farragoso como el que me ha explicado a la perfección mi hijo de 13 años, y que tantos inevitables recuerdos me traen de mi paso por las aulas a edades similares.

Asesinos, carroñeros y ciudadanos.

La homosocialidad (y la influencia que unos hombres ejercen hacia otros hombres en esos procesos tempranos de socialización masculina dentro del grupo de pares) expresada en tres simples palabras.

Y así es cómo, una vez más, la rueda (del machismo) sigue girando. Desde nuestra (pre)adolescencia. Siguiendo por nuestra madurez. Y acabando en todos y cada uno de esos escenarios donde los más salvajes no solo obtienen su premio, sino que siguen sin ser cuestionados (debidamente) por aquellos, que por cantidad y por convicción tendrían la capacidad de rebelarse contra los tiranos perpetuadores de una idea tan restringida de lo que la masculinidad tiene que ser.

En algún momento, la balanza de la desigualdad tendrá que virar de forma decidida, y tendremos que dejar de seguir permitiendo con nuestro silencio, nuestra indiferencia, o peor incluso, con nuestra complicidad, que los asesinos sigan ejerciendo su reinado de dominación y violencia sobre los ciudadanos.

Y creo que ese momento está cada día más cerca.

Preguntarnos a qué grupo seguimos perteneciendo y, sobre todo, qué estamos dispuestos a hacer para desarmar de una vez por todas esta salvaje selva machirula en la que estamos inmersos y que no deja de cobrarse víctimas, es la siguiente etapa de nuestra concienciación y reeducación.

Estamos tardando.

 

Justo: Aquel día yo tenía doce años, querido Víctor, solo doce años. Por razones que no vienen al caso (y que yo considero un despropósito), en mi historia académica cursé mis estudios casi 2 años adelantado. Con cuatro años, 1º de EGB, con doce años, 1º de BUP, con dieciséis años, 1º en la facultad. Todos mis compañeros y compañeras de clase tenían siempre entre uno y dos años más que yo. Y los repetidores hasta tres y cuatro.

Y ese primer día de 1º de BUP, con mis doce años, ya tuvo un primer episodio, un primer encuentro con asesinos y carroñeros, siempre al acecho. Era un instituto nuevo para mí, el Besaya de Torrelavega. Ya no era el colegio de EGB del Barrio Covadonga donde más o menos todas/os seguíamos siendo niñas/os. Con toda mi inocencia, acudí al centro como para mí hasta entonces había sido habitual: vestido con pantalón corto (en septiembre hace muy buen tiempo en Cantabria). Ni mi madre ni yo reparamos en que en el instituto se juntan más de mil chavales con edades desde los catorce hasta los dieciocho años y más. Y no queda más remedio que cruzar el patio delante de todos ellos. En 1977 era una absoluta temeridad que un niño entrara al instituto con cara de muy niño y vestido de niño. Puedes imaginar el recibimiento en pasillo que me hicieron:

—¿Dónde va el niñito, a buscar a su mamá?

—¿Quién te ha vestido así?

—¿Qué buscas, la clase de parvulitos?

—¡Fuera de aquí, niñato!

No olvidaré nunca el impacto en mi corazón de todas aquellas voces, mayoritariamente masculinas, de aquellos gritos en mis oídos y de aquellas miradas de burla y desprecio. Este ciudadano de doce años, aterrorizado por un puñado de asesinos con la colaboración indispensable de una horda burlona de carroñeros, volvió a su casa humillado y se vistió de pantalón largo.

Pero aquello no había hecho más que empezar. Apenas llevábamos una semana de clase, tiempo suficiente para que los roles de los compañeros y las compañeras de aula se fueran perfilando, y ya sentía nítidamente cómo comenzaba a ser el foco de atención de uno de los matones de mi clase. Recuerdo bien su nombre y sus apellidos, pero aquí solo diré que se llamaba Carlos. Empujones, bromas desagradables, dolorosos puñetazos con los nudillos en mi hombro, obstaculizar mi paso colocándose altivo y amenazante delante… Carlos era repetidor. Me sacaba dos cabezas, veinte kilos y toda la barba. El miedo a su simple mirada era constante.

Miedo, querido Víctor, terror sostenido y crónico desde las 9:30 de la mañana hasta las 5:30 de la tarde.

Y ocurrió lo inevitable (porque nadie, ningún adulto docente, puso interés alguno en evitarlo): recuerdo bien cómo ese día, casi al finalizar la clase previa al recreo, empecé a inquietarme más de lo habitual. Carlos cuchicheaba con su compañero de mesa y ambos me miraban. Detrás de mí también había risas y susurros. Justo cuando el profesor abandonaba el aula comenzó la caza. Carlos se levantó acompañado de su esbirro y se dirigieron rápidamente hacia mí. Me agarraron con fuerza de los brazos y me levantaron de mi silla. Cuando intenté darme la vuelta, ya tenía otros tres compañeros cubriendo mi espalda. Intenté zafarme. Me agarraron y me zarandearon con más violencia. Les intenté sonreír, apelando a la compasión: «vale, venga, basta, por favor, parad». Carlos tiraba de mí con mayor fuerza aún y me devolvía la sonrisa, pero la suya no era la misma que la mía. Me fueron arrastrando hacia uno de los armarios del lateral del aula donde se cuelgan los abrigos. Estaba vacío en septiembre. Yo intentaba soltarme. Imposible. Eran muchos y yo apenas tenía ya fuerzas para resistirme. Estaba bloqueado por el miedo. «Venga, dejadle en paz, por favor, le estáis haciendo daño». A medida que cruzaba el pasillo oía esas voces con intención auxiliadora. Todas eran voces femeninas.

De un empujón me metieron dentro del armario y cerraron las puertas. Aunque lo intenté, no las podía abrir. Alguien había puesto su pie para evitarlo. Seguía escuchando aturdido las risas, los gritos y las burlas. Estaba completamente oscuro. Golpeé la madera con mis puños. Más risas como respuesta.

De pronto las puertas se abrieron y volvió a entrar la luz. «Me dejan salir», pensé. Pero no. De pronto metieron dentro un montón de hojas de periódico. «¡Estate quieto, imbécil!», dijo mi torturador. Y apartándome a un lado entre varios, Carlos prendió fuego con un mechero a la montaña de papeles delante de mí. Volvieron a cerrar las puertas y volvieron a bloquearlas con sus pies. El espacio se llenó de humo y de nuevo de oscuridad. Me creí morir. Me senté en el suelo. Me aferré a mis rodillas en silencio. El jolgorio de afuera duró una eternidad de medio minuto. De repente me di cuenta de que se había hecho el silencio.  A pesar de que casi no podía respirar, todavía tardé aún unos segundos en atreverme a empujar la puerta. Ya no había nadie. Todos se habían marchado al recreo. Los asesinos y los carroñeros habían desparecido y unas pocas ciudadanas habían ido a buscar ayuda a algún adulto.

«Vamos, vamos, sal de ahí. Sois una pandilla de gamberros», dijo el maestro, molesto por interrumpir su descanso y muy apresurado, sin inmutarse demasiado. Porque para él, adulto responsable al cuidado de unos niños, simplemente habíamos jugado libremente a cosas normales de niños. Yo incluido.

Ha sido al leer la historia de tu querido hijo cuando la mía propia ha surgido a borbotones de mis tripas hasta mi conciencia. Carlos y su manada son solo algunos de los asesinos, los carroñeros y los ciudadanos de mi biografía.

Querido Víctor, por entonces me juré que nunca más me volvería a pasar algo así. Y no fue difícil: hasta hace relativamente poco tiempo, simplemente me convertí en uno de ellos. A lo largo de mi historia confieso que he obligado a la fuerza a mujeres y hombres a entrar en asfixiantes espacios simbólicos para, a continuación, echar sin piedad toda la leña disponible al fuego.

Justo Fernández y Víctor Sánchez.

*Capítulo inédito de la nueva entrega de nuestro proyecto Diálogos Masculinos (de Víctor Sánchez y Justo Fernández), que ya tuvo un primer libro titulado «Diálogos Masculinos – La masculinidad tarada» (Editorial CuatroHojas). Este Capítulo será el central de la nueva serie y le dará título al próximo libro: «Diálogos Masculinos – Asesinos, carroñeros y ciudadanos«.

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