De balones y ranas

Tras escuchar a decenas de expertos analistas en geopolítica, en macroeconomía, en estrategia militar. Después de leer a lúcidos opinadores, a elocuentes comentaristas, he llegado a la conclusión de que esta guerra, cualquier guerra, las de ayer, las de hoy y, a lo peor, las de mañana, no son más que la derrota del ser humano.
Alguien podrá tacharme de inmaduro, de simplista, de enfermizo soñador. Porque oiga usted -me dice la voz adulta que llevo dentro- la guerra es inevitable, como es la violencia, porque es algo inherente al ser humano. Porque en su libertad de elegir, aquella con la que le dota su inteligencia, la que lo hace superior al resto de seres vivos, siempre lo hará entre el odio o el amor, la bondad o la maldad, el grito o el susurro.
Y siempre habrá razones sesudas o no, causas justificadas o no para elegir el camino equivocado, el del sufrimiento. La paz se nos convierte así en una quimera, en una loca ensoñación, en un viaje a las estrellas, conscientes de que nunca las alcanzaremos.
A veces, sin embargo, me da en pensar que nos han educado en el mundo al revés, porque lo adulto, lo sabio, lo prudente, lo humano está en esa otra orilla donde las aguas siempre bajan calmas, porque no hay más geopolítica, mayor equilibrio que la vida, aquella que nace del contacto, del diálogo entre pensamientos opuestos, del respeto a lo plural, de la convivencia.
A veces pienso que todo o casi todo radica en que nos educan en el tener, mucho antes que en el ser, otra disyuntiva. Claro, el mundo de Wall Street, el de la City londinense, el de las curvas ascendentes y descendentes del IBEX, del Nasdaq sólo se alimenta del primero. Sólo serás feliz si tienes más dinero, más poder, más tierras, más soldados, más razones para imponer tu pensamiento, el único.
Recuerdo, en mi infancia, a aquel niño dueño del balón de cuero, todo un lujo que le permitía decidir quién jugaba y quién no, quiénes pertenecían a su equipo o no, si era penalti o no, quién debía ganar y quién no. Eran tantas las ganas de patear aquel balón de reglamento que nos olvidábamos de lo fundamental, de que ese niño que lo tenía todo, sólo podría ser feliz si los demás jugábamos y que todos lo éramos hasta la saciedad, cuando, sin balón alguno, compartíamos una retahíla, una canción, un juego que no requería más que nuestra presencia, nuestra amistad, que era todo lo que teníamos, todo lo que éramos.
Luego, nos convencen de que lo adulto, lo inteligente, lo sabio es tener el balón. o mejor, tener el dinero para comprarlo, mejor aún, tener los materiales para fabricarlo, porque así decidiremos quiénes juegan o no, quiénes ganan o no, cuáles son las reglas… Porque así seremos felices…
Un día, quiero recordar, que aquel niño que tenía el balón, se quedó sólo, los demás decidimos irnos a buscar ranas en una charca que crecía cada año con las lluvias del invierno. No recuerdo si logramos cazar alguna, pero fue un momento de felicidad compartida de esa que no cotiza en bolsa…
¿Entienden ahora por qué no pierdo la esperanza de crecer, de madurar hasta convertirme en niño?
Juan Jurado.
Sobre JuanJ Jurado 75 artículos
Profesor de Lengua y Literatura española. Publicaciones en La prensa en el Aula. Octaedro. Cuaderno para la comprensión de textos. Octaedro. Ponente del Diseño curricular base para la enseñanza de la Lengua y la literatura española en la ESO, en Andalucía. He sido portavoz y concejal por el grupo municipal de IU en Úbeda. Actualmente no milito en ninguna organización política, pero si la calle me llama, voy.

2 comentarios

  1. En aquellos tiempos de los que nos hablas en tú magnifico artículo María.Yo guerreaba a pedradas en «hurrias» en la defensa infantil de la patria de mi barrio, contra los ataques de otras patrias infantiles.
    Todavía no había viajado y descubierto que el concepto de patria es una rémora infantiloide de la evolución humana.
    Salut

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