Desde mi ventana

 

 

 

La necedad es homicida

(José Sacristán – actor)

 

Desde mi ventana, las filas de a uno debidamente milimetradas en la hoja en blanco de la improvisación perfectamente calculada, enmascaradas y parapetadas en la angustia y los ecos mal repartidos en bocas incoherentes y nada doctas en materia alguna, aguardan silentes su turno antes del sonido de la campana que anuncie otro combate en el cuadrilátero de un nuevo día.

“Malditos sean los inconscientes, los irresponsables, los que se creen más que nadie, los que pregonan a los cuatro vientos esto a mí no me pasa” – piensa cada una de las miradas que apenas se comparten, tan solo se rehúyen, como si el lenguaje a los ojos fuese velado por el miedo a la cercanía que, antaño, nos era tan necesaria.

A un toque de silbato, el acceso limitado rompe la barrera de la meditación y el silencio. Toca actuar rápido, decidido, sin titubeo en un paso hacia delante que se traduzca en la categoría más alta en un particular pódium donde, como si de una oda a los gigantes de antaño se tratara, la primera posición es la quimera mil veces soñada.

Las trincheras presentan un aspecto desolador, con heridos de guerra postrados en literas embadurnadas de fluidos y restos orgánicos, sin embargo, los focos van dirigidos hacia el centro de la atalaya donde, parapetada por soldados de asalto con el arma bien cargada, la garita de los vigilantes de ese Nuevo Orden mantienen el dedo en el gatillo desde su status de salvaguardas de la Disciplina.

A ras de suelo, los peones se mueven ordenados sobre el tablero de aquella distopía colectiva, individuales, con pasos cortos tal y como ordena el reglamento una vez que los dos de avanzadilla hayan sido consentidos con sonrisa magnánima. Evitan evidenciarse agitados, aunque la decisión de alcanzar la meta se mantiene firme e indeleble en el blanco de su diana, con miradas de reojo para percatarse de la estrategia del otro, frunciendo el ceño ante mutilados inservibles que son sacrificados al abandono y la ignominia – aunque para tal desdeñamiento nunca se precisaron guerras, pandemias o delirios de grandeza –.

Cuervos negros graznan en cada esquina; perros negros ladran su furia por cada recoveco; sirenas de alarma gritan en un momento conciso, provocando que la marea confluya en una esquina donde, alentados por unos y otros, cuervos, perros, sirenas, voces a una, miradas cómplices y ojos inyectados en sangre, vitorean y animan a dos soldados rasos que se agreden, muerden y destrozan por conseguir llevarse la pieza más soñada por todos. Sin embargo, la celulosa blanca – verdadera víctima – ha perdido su forma corpórea y el blanco de su piel queda teñida de rojo vergüenza al tiempo que el Servicio de Emergencia de Limpieza del Nuevo Orden, tras haberse despejado el campo de batalla, se dedica a recoger los restos del naufragio con la misma indiferencia con que cada uno vuelve a lo suyo en esa jungla de asfalto y furia, como en aquella vieja película.

Una vez finalizada la exposición de armas, previamente veladas a la luz de la luna, y tras el escollo último de la aduana y la confirmación de violación del espacio aéreo reglamentario, que provoca oleadas de exabruptos y denuncias que llevan a la solución último de masacrar al enemigo, el exterior se antoja paraíso donde el árbol del Bien y el Mal se tala a diario en aras de los sofistas televisivos diplomados.

Pero una vez allí, fuera de la jaula, lo veo cada mañana desde mi ventana, las primitivas filas obedientes de a uno se dispersan raudas sin dejar de mirar a lo alto, donde en los tejados y las terrazas más abyectas se apostan los francotiradores de lengua iracunda quienes, tras sus oraciones diarias al dios de lo Abstracto, disparan aleatoriamente sus balas envenenadas de miedo, pánico e histeria. “Quédate en tu puta casa”, silba una de las balas que se aposenta en la frente de una joven acompañada de una niña, quien a partir de ese momento, desvalida, será confinada en un Centro de Reinserción para que aprenda a vivir bajo las reglas violadas por su madre soltera e inexperta; “Tú ayer no tenías animal de compañía”, silba otra que se aloja en la espalda de un chico que viste ropa deportiva, teñida desde entonces por una fuente que mana a borbotones, ya que se le remata sin piedad porque el primer tiro no había cumplido su objetivo;  “No se veranea a mediados de marzo”, eructa una ráfaga de metralleta a pensión completa en el lateral de un coche de cinco puertas, cuatro ocupantes y maletero a rebosar.

Sí, lo veo cada mañana desde mi ventana, desde mi particular confinamiento donde, entre aplausos y caceroladas varias, mantengo la pistola en mi cinto ya que también vivo alerta por si soy el próximo apuntado en la lista de caídos. O ignorados, ya que, en realidad, toda esta histeria actual – como las anteriores, como las próximas – son el equivalente al cargador del Magnun 44 de Harry Callahan cuando decía aquello  de “Sé lo que estás pensando: si habré disparado las seis balas o todavía queda una. Yo también lo he olvidado”.

Isidro Gonzalez Ayestarán

 

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