
Hay un silencio que se rompe. De pronto sacude la ventana un manoteo intenso. Ha caído la noche y apenas se ve, solo se escucha. Sirenas, campanas y sobre manera un aplauso unánime de cada ventana. Es como una comunión. El ritual de las ocho, que recordaremos siempre, al menos para mí jamás esta hora volverá a ser impune. Como si despertáramos de un letargo que dura todo el día.
Agradecemos, claro, pero también recordamos a los que desde la cama de un hospital, blanco y frío, se acompañan por unos minutos, al menos, por algo diferente a la muerte. Los imaginamos con el respirador, quien lo tenga, con el ahogo, quien no y sentimos su suerte, su soledad y como aletea la dama que sortea las camas buscando al más débil, al más deseado por ella. Pensamos en los que quiebran la suerte en una lotería inmensa sin bajar las manos.
Imaginamos el sudor, las prisas, el ansia y la desesperación de quien debiera tener calma para cuidar, sanar, y no. Están en un frente, con gafas clavadas en la piel, con guantes adheridos a unas manos cansadas y frías, con cuerpos abrasados de sueño, de un agotamiento que es más porque apenas se nota. No les quedan ni lágrimas ni casi dolor, lo gastaron hace días mientras peleaban por una EPI, por un aislante, por paliar el ahogo que cercena al viejito que les mira con ojos de cristal y muerte. Les queda la inercia y la orden interna de seguir. Porque hay vida detrás de esta nube que nos cubre a todos.
De tanto estar sola, aislada, a veces me dudo. Y por eso aplaudo, casi no por ellos. A veces me pienso que solo es por mí.
María Toca©
Santander- 10º día de reclusión. 23-03-2020, 20,19.
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