El inquilino

No daba a un patio de luces, pero la habitación estaba oscura, iluminada por unas cuantas velas. La electricidad no llegaba a las bombillas, le habían cortado la luz. Hacía un mes que se le había acabado el contrato de trabajo temporal y su sueldo apenas le daba justo para llegar a fin de mes. Desde entonces, todas las mañanas iba a la oficina de empleo. Tenía experiencia como asistenta social, pero le daba igual cualquier trabajo. La respuesta siempre era la misma:<< paciencia>>. Ni el supermercado, ni la luz, ni el agua, ni… La admitían como moneda de cambio al no poder gastarla, para estos menesteres y se le estaba agotando. Vivía en el piso que su madre le había dejado en herencia y sus últimos ahorros estaban a punto de esfumarse. Mari Carmen empezaba a estar desesperada. Al coger su teléfono, vio un mensaje en el buzón de voz de un número desconocido:
Sé que no reúno las condiciones de inquilino que ponías en el anuncio, pero como veo que aun sigue, me gustaría que me conocieras en persona y me dieras una oportunidad”-
Era una voz de hombre. Negó con la cabeza y volvió a la oficina de empleo. Allí estaba la misma chica con el mismo discurso. De regreso, miró el teléfono y, sin pensarlo mucho, llamó al hombre del contestador. Quedaron en verse en el bar de Koni para tomar un café y charlar, aunque ya se estaba arrepintiendo de ello cuando colgó el teléfono. Fue a casa y recogió la habitación que quería alquilar por si acaso.
Llegó cinco minutos pronto, (no quería ser sorprendida) y pidió un café. Llevaba un bolso de cuadros reconocible a cincuenta metros. Se sentó mirando hacia la entrada y dio las gracias sin mirar cuando le trajeron el café.
-Me llamo Alfonso.
Mari Carmen se volvió sorprendida; pensaba que era el camarero.
Castigaba su pelo ondulado con suave gomina. Tenía un pequeño mechón dorado entre todo su cabello color plata. Vestía un jersey de pico azul marino, del que asomaban los puños blancos de una camisa, un pantalón vaquero y mocasines.
-Me llamo Mari Carmen y te voy a ser sincera; bajo ningún concepto pensaba meter a un hombre en mi casa. Solo hubo uno, y murió cuando yo tenía tres años; era mi padre. Debido a la situación en la que me encuentro y que usted…
-Llámame Alfonso-interrumpió
– Es una persona de una edad. Por eso voy a admitirlo a prueba. Solo le pongo tres condiciones: Nada de mujeres, nada de alcohol y nada de fumar. El alquiler será de trescientos cincuenta euros con derecho a cocina.
-Estoy de acuerdo, pero yo también tengo una condición; usted no entrará nunca en mi habitación. Y le daré doscientos euros más si me hace la comida. Además, participaré en las compras, pondré la mesa y fregaré los platos-.
Fue un contrato verbal. Sin documentos. Alfonso se ofreció a llevarla en su coche. Ya en el portal, Mari Carmen lo ayudó con el equipaje, subiendo un tocadiscos y un caballete de pintura.
La habitación estaba bien; tenía doce metros cuadrados, una cama de matrimonio, con dos mesillas, un armario, un espejo de cuerpo entero y una cómoda, todo ello de estilo rústico. Era la habitación de su madre.
Alfonso fue a encender la luz y lo único que se iluminó fue la cara de Mari Carmen.
-En cuanto me des el dinero del mes y la fianza, solucionaré este problema- dijo ella.
Habían pasado seis meses. La relación entre ambos iba por buen camino, incluso solían charlar después de la cena.
Mari Carmen había encontrado un trabajo de media jornada que, sumado al alquiler, le hacía ver la vida de otra manera. Eran buenos tiempos y se reflejaba en su cara.
Una mañana de regreso a casa después del trabajo, se encontró a Alfonso tirado en el suelo del baño. Gritó su nombre, le tocó el pecho para escuchar sus latidos y llamó a una ambulancia. Luego lo sacó a rastras hasta la sala y lo tapó con una manta. La ambulancia llegó rápido y ella lo acompañó al hospital. El reloj se mostraba vago, lento en su andadura hasta que la puerta se abrió. El médico le preguntó a Mari Carmen si era familiar. Ella asintió.
-Vive conmigo
-El tiempo que le queda, dependerá de su medicación; él ya lo sabe y creo que usted debería saberlo, ya que están juntos.
-No le entiendo cuando dice <<el tiempo que le queda>>.
-Su corazón está muy gastado. Con la edad que tiene, no hay cura y no sabemos cuánto puede durar. Pero lo que sí sabemos es que, si no se toma la medicación, morirá.
Estuvo tres días ingresado. De regreso a casa, Mari Carmen abrió la puerta.
-¡Sorpresa!
Dos amigas de Mari Carmen, Marta y Raquel (esta última era enfermera), le habían preparado una pequeña bienvenida. Unas cervezas para ellas, agua para él y unos bocaditos, todo ello amenizado con el tocadiscos de Alfonso y un montón de globos. Alfonso se emocionó
-Aunque Mari Carmen me dijo que no trajera chicas a casa, supongo que esto es una excepción.- sonrió-. Muchas gracias, chicas.
Mari Carmen notaba la ausencia de brillo en los ojos de Alfonso. Ya no salía a pasear y, excepto por las comidas y las charlas nocturnas, se pasaba el día en su habitación. A ratos sonaba la música. Cuando Mari Carmen trabajaba, solían visitarle Marta y Raquel. Una tarde en la que volvía del trabajo, se  encontró a Alfonso esperándola.
-Mari Carmen, siéntate por favor. Me queda poco en este mundo y nada en el otro porque no soy creyente. Estos meses contigo han sido lo más parecido a una familia que he tenido nunca. El doctor me ha aconsejado que no conduzca, así que nos alegraría a los dos, al coche y a mí, que te quedaras con él. Estas son las llaves del mil quinientos.
-Las dejaré en el llavero de la entrada. Seguro que, cuando te encuentres mejor, sales a dar una vuelta.
-Cuando salga de aquí, montaré en otro coche y seguro que será negro -dijo entre dientes.
-No te he oído
-No me hagas caso: cosas de viejos.
Pasaron otras dos semanas. Mari Carmen estaba al tanto de la medicación y parecía que Alfonso iba mejorando. Era la primera vez que Mari Carmen entraba en la habitación de Alfonso sin su permiso y es que estaba extrañada de que no se hubiera levantado a desayunar.
Solo su cuerpo estaba ahí, pero no él. Le puso la mano en el corazón y un sirimiri brotó de los ojos de Mari Carmen.
En la mesilla había dos cartas numeradas a su nombre. Abrió la primera:
<<Mi querida Mari Carmen: siento darte estos problemas. Llama a este número y ellos se encargarán de todo. La segunda carta no la abras por favor, hasta que mis cenizas reposen en el fondo del mar>>
Con los ojos empapados, salió de la habitación después de echar un último vistazo desde la puerta. Allí estaba su tocadiscos y el caballete de pintura cubierto por una tela. Como ya no tenía que pedir permiso, volvió a entrar y destapó el caballete. Era Alfonso, abrazado a una niña y una mujer que le daba la espalda.
La ceremonia fue emotiva con sus dos amigas y dos personas más que desconocía. Mari Carmen sintió tristeza por él, le había cogido cariño. De regreso del puerto, esperó llegar a casa para abrir la segunda carta. Contenía una fotografía, la cual tenía escrito uno párrafo por detrás.
<<Recuérdame como Alfonso, el amigo que compartió los últimos días de su vida con una amiga que le hizo feliz, gracias>>
Dio la vuelta a la fotografía y reconoció a un Alfonso más joven que cargaba con una niña en brazos, de unos tres años. Chilló. La foto se le cayó de las manos. La recogió rápidamente; la mujer que los acompañaba era su madre.
Dos días más tarde recibió una llamada de un número que no conocía:
-Soy el albacea del señor Alfonso. Usted, señorita, es la única que figura en su testamento.
Alberto Allen del Campo.
De mi libro <<Lo que la musa me contó>>
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Escritor de relatos

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