El Lapiz

Llegaron pronto. Apenas apuntaba el día cuando llamaron a la puerta. Traían pegados a sus abrigos la niebla y el frio de la mañana. Les recibí yo; al fin y al cabo, fui quien solicité su presencia después de lo acontecido aquella noche. Nos iba a costar explicarlo. Pensé que tendríamos más tiempo. En ese momento me arrepentí de haberles llamado tan pronto. Necesitábamos al menos unas horas más para poder expresar con palabras lo que nuestras mentes se negaban a procesar de una forma racional. Un impulso, el miedo y la necesidad de que alguien con autoridad pusiera en claro lo que carecía de explicación me hicieron coger el teléfono aquella madrugada.

Eran dos; hombre y mujer. Ella peinaba canas y tenía un rostro gris que, surcado por las líneas del tiempo, nos contaba de muchas madrugadas como aquella. Los ojos duros, de quien ha visto demasiado y no tiene ganas de contarlo, salvo cuando la cerveza embota la prudencia y el corazón se abre a ciegas. Él era mucho más joven. Alto y sin esa mirada triste de los veteranos, que seguro se iría nublando con el tiempo y la sangre. Les recibí con un apretón de manos, mucho menos firme de lo habitual, y me presenté:

  • Hola agentes, soy el Dr. San Cristóbal, director de la institución. Soy quien les ha llamado esta mañana. – saludé.
  • Encantada, somos la inspectora Riego y el agente Ruiz de Árate, de homicidios. Estábamos cerca y la central nos avisó de su llamada. Usted dirá…- dijo la voz profunda de la inspectora desde la inmensidad de su abrigo. Hacia frio a aquella mañana.
  • Pasen, pasen. Hablaremos mejor dentro, en mi despacho.

Nos adentramos en mi reino. Un hospital que llevaba dirigiendo desde hacía veinte años con lo que creo era una mezcla de mano firme y empatía. No era fácil, nunca lo fue. Más de doscientas mujeres con problemas mentales habitaban esos muros. Cada una con sus necesidades y patologías específicas, que me gustaba fueran tratadas de forma individual. No como enfermas y productos de una sociedad que las rechazaba por entender el mundo de forma diferente, sino como seres dañados, un poco incompletos y rotos. Pero con capacidad de sentir, dar y amar. Aunque a veces también algún monstruo nos acompañara.

Les conduje a mi despacho zigzagueando por los pasillos en penumbra. Era muy pronto para que se sirvieran los desayunos y mi escondite estaba lejos del ruido de las cocinas. Sentí que para contar aquello necesitaba toda la paz posible, no fuera que acabase yo interno en mi propio hospital.

Cuando entramos encendí la luz. No me gustaba trabajar con las distracciones habituales que mis compañeros de profesión atesoraban. Grandes ventanales que dieran a los jardines, música, o cualquier otra cosa que apartase mi mente de los problemas diarios del hospital. Así que cuando llegué me busqué un cubículo ciego, no excesivamente grande para que los familiares de las internas no se sintieran intimidados, lleno de libros y más libros, del suelo al techo. No era el paraíso del orden, ni tampoco un lugar donde el personal de limpieza hiciera su aparición más que cuando les dejaba pasar. Era mi casa, mi hogar, una especie de útero intelectual donde me recluía cada vez que necesitaba escuchar el silencio.

Nos sentamos y les ofrecí un café, que era uno de los pocos lujos que me permitía a diario. Una buena máquina, bien suministrada y siempre llena para poder sobrevivir a la vida. Una vez servidos los aromáticos brebajes, comencé con el relato de aquella noche, oscura y perturbadora.

  • Bueno, agentes, espero poder hacer una exposición clara de lo que ha pasado, pero no las tengo todas conmigo. En mis veinte años de experiencia al frente de este hospital nunca hemos vivido algo similar y, sinceramente, espero que no volvamos a vivirlo. Si quieren ustedes preguntar, les ruego que lo hagan al final porque si no me va a costar armar un discurso coherente- dije, con toda la calma que pude, mientras sujetaba la taza humeante entre mis temblorosas manos.
  • Adelante, iremos tomando notas mientras usted habla y le preguntaremos al final. Es posible que necesitemos hablar con su personal, con quien estaba presente en el momento de los hechos- apuntó la inspectora.
  • Sí, no se preocupen. Están esperando en la cocina por si tienen que prestar declaración. -aseguré, pensando en el estado de nervios de la gente del turno de noche.

Me quede unos segundos mirando el café, negro y denso como mis pensamientos, intentado estructurar lo que tenía que decir. Ni todas las charlas y conferencias me habían preparado para el miedo escénico que sentía. Transmitir lo incomprensible.

Comencé a hablar bajito, casi en un susurro, como para no despertar a quienes eran capaces de dormir plácidamente en sus habitaciones, abstraídas en sus sueños químicos de una realidad que se me antojaba insoportable.

  • Comenzaré por el principio, aunque se nos haga un poco largo. Laura llegó hace una semana al centro, derivada de la planta de agudos del hospital comarcal. Había ingresado allí de urgencias por lo que se suponía que era un brote psicótico grave. Sus familiares la encontraron en su piso pegando gritos, incapaz de reconocerlos. Era la primera vez que daba muestras de algún tipo de trastorno mental, pero llevaba días sin contestar al teléfono ni salir de casa. Los vecinos les alertaron porque a las doce de la noche comenzaron a oír alaridos que venían de su casa. La ambulancia la traslado al hospital y tras unas horas, el responsable de psiquiatría decidió que necesitaba algo más de lo que allí le podían dar. No solo en medicación, que de eso están más que cubiertos, sino en lo referido al diagnóstico y el tratamiento. Laura presentaba brotes localizados en horas concretas, a partir de la medianoche y relacionados con su trabajo. Es pintora.

Llegó aquí el lunes, y enseguida vimos que, salvo esos episodios que narraban en el parte de urgencias, Laura era una persona sin ningún tipo de patología. Serena, centrada y muy alegre. Le hicimos todo tipo de pruebas diagnósticas sin ningún resultado. Era una persona perfectamente “normal”, aunque esa palabra no me guste demasiado utilizarla porque la normalidad es un estándar establecido socialmente que no suele encajar con casi nadie. Por lo menos que yo conozca.

 

Bien, el caso es que los brotes seguían sucediéndose puntualmente cada noche. Daba igual que medicación usáramos: si la drogábamos durante el día, se convertía en un vegetal diurno, que en cuanto llegaba la hora de marras se ponía a gritar como una posesa, y si no lo hacíamos sucedía lo mismo: una persona que durante el día era el paradigma de la calma, por la noche no había quien la sujetara. Probamos con la retención mecánica, eufemismo que sirve para tapar que a veces atamos a las pacientes para que no se hagan daño a sí mismas. No es algo de lo que me sienta orgulloso, pero intentamos utilizarlo lo menos posible. Pues bien, aun así y con la medicación suministrada, Laura seguía sufriendo esos accesos incontrolables. Hasta esta noche.

 

Durante el día no hubo ninguna variación en su comportamiento. Desayunó, salió al jardín y el resto del tiempo transcurrió entre paseos, charlas con otras internas o partidas a las cartas. Hay personas aquí que están muy medicadas, pero otras están en fase de recuperación y su mejoría les permite realizar una vida casi normal antes de darles al alta definitiva.

 

En los brotes de Laura de días anteriores, sus gritos no eran claros. Sí que parecía que se centraban en su actividad artística. A veces se distinguía entre los alaridos alguna palabra. Colores concretamente. “Azul” sobre todo. Pero eso cambio esta noche.

 

Laura comenzó a chillar a la hora de siempre, puntual de nuevo. Aunque la diferencia estribaba en que esta noche sí se entendía lo que decía. “¡Un lápiz, solo quiero un lápiz!”. La celadora de guardia y el enfermero tenían aviso de comunicarme cualquier variación en su comportamiento y se acercaron a mi despacho para comentarlo. Les pedí que anotaran sus palabras y si notaban alguna modificación en su conducta. Me arrepiento tanto de no haber ido con ellos hasta su habitación…quizás mi presencia habría cambiado algo el curso de los acontecimientos.

 

La siguiente vez que vinieron a verme, creo que una hora más tarde, sus rostros me dijeron que algo grave había sucedido con Laura. Corrí por los pasillos hasta el área donde la teníamos interna y lo primero que me llamo la atención fue el silencio. No había gritos como otras noches, no solo de Laura, sino del resto de pacientes. Es un módulo en el que pernoctan las personas que necesitan vigilancia especial y no es precisamente un lugar tranquilo.

 

Silencio y una calma antinatural, esa tensión eléctrica que precede a una tormenta, es lo que me encontré en aquel pasillo en semi penumbra. Había dejado de gritar hacia media hora, según el enfermero. Estaban él y la celadora desencajados y no acertaban a explicarme lo que habían visto cuando, alertados por el silencio repentino, entraron en la habitación.

 

Les aparté de la puerta, cerrada por fuera como siempre, y sacando la llave maestra, entré. Les juro que no estaba, ni creo que esté nunca, preparado para lo que me encontré allí. He visto cosas horribles en mis años como profesional. Agresiones entre internas, suicidios, y algún que otro asesinato, pero nada comparable al escenario dantesco que invadió mis ojos en cuanto abrí la puerta.

Me levanté del asiento, incapaz de permanecer sentado ni un minuto más. Dejé la taza, ya vacía, encima de mi mesa y comencé a caminar en círculos por la zona de mi despacho que no estaba invadida por los papeles y los libros de consulta.

  • Por favor, continúe. Tómese el tiempo que necesite, pero necesitamos saber que pasó para poder comenzar con la investigación. –comentó el agente Ruiz de Árate.

Respiré hondo un par de veces, sequé el sudor de mis manos en mis pantalones, y proseguí con la parte de todo aquello que más me costaba poner en palabras.

  • No sé cómo explicar lo que vi, pero lo voy a intentar. No hemos tocado nada, tampoco podríamos. Laura ya no estaba allí, al menos no toda. Según entré a la habitación lo primero que vi fue una ventana. No una ventana como ustedes se imaginan; las celdas de aislamiento no tienen ninguna por seguridad. Era una ventana dibujada en la pared, roja. De un rojo oscuro, de sangre. No le faltaba ni un solo detalle: los marcos, las cortinas, y lo que parecía un paisaje al fondo. Nubes rojas, sol rojo. Arboles rojos.

 

Les he dicho que de Laura no quedaba nada, o casi nada. Solo sus pies. Calzados con las zapatillas del hospital, pegados a la pared. Como si el resto del cuerpo hubiera travesado esa ventana roja y se hubiera olvidado la última parte en la habitación.

Me derrumbe en mi silla, exhausto. Nunca me he sentido más cansado que en aquel momento, con el peso de la incertidumbre y la duda cayendo a plomo sobre mis hombros. Y el terror fijo en mis pupilas.

  • Vamos a ver, – dijo la inspectora, incrédula- ¿Me está usted diciendo que en la habitación solo están los pies de la interna? ¿nada más?
  • Eso es, nada más. – aseveré con un hilo de voz- Nada más.
  • Mire, doctor, no tenemos todo el tiempo del mundo para escuchar bobadas. Entiendo que la presión de su trabajo, las horas sin dormir por las guardias o lo que sea, le pueden haberle jugado una mala pasada. Pero esto no tiene ningún sentido y menos si, como usted dice, nadie ha podido entrar en esa habitación sin pasar el control de su personal. ¿Alguno de ellos tenía motivos para acabar con la vida de Laura? – comento paciente la inspectora.
  • No, no. No lo entienden. Nadie ha entrado en la habitación. Nadie. Solo el enfermero y la celadora al ver que cesaban los gritos. Y yo cuando me llamaron. Yo tampoco lo entiendo. Créanme, no soy capaz de comprenderlo- asentí

Los policías se miraron entre ellos, asombrados. Me imaginaba lo que estaban pensando. Un médico chiflado que se había mimetizado demasiado con sus pacientes y había acabado tan loco como ellos. No sería la primera vez que un psiquiatra acaba en un manicomio, que al fin y al cabo es el nombre que la mayor parte de la gente daba a mi institución.

  • Por favor, llévenos hasta el lugar de los hechos, inmediatamente- ordenó la inspectora.

Nos levantamos y les conduje hasta allí. El hospital empezaba a despertar y nos cruzamos por los pasillos con el personal de turno de mañana. Aun no sabían nada y miraban sorprendidos a aquella extraña comitiva: un director que no era ni la sombra de sí mismo, y dos policías con cara de no querer estar allí esa mañana.

Llegamos rápido a la zona donde estaba lo que quedaba de Laura. Volví a sacar la llave y abrí la habitación, negándome a entrar con ellos. Una vez había sido suficiente para mí. Estuvieron dentro una media hora. Al salir llamaron por teléfono a la central para pedir que vinieran inmediatamente los de la científica. Querían huellas, rastros, cualquier cosa que pusiera un poco de orden dentro del caos. Cualquier evidencia de que ellos tampoco estaban locos.

Interrogaron al personal de guardia durante varias horas, antes de enviarles a sus casas. Los forenses les recogieron todo tipo de muestras, huellas hasta de los zapatos. Yo sabía que no iba a servir para nada. Allí no había entrado nadie. Se llevaron los restos de Laura metidos en una bolsa después de hacer mil fotografías y dejaron cerrado el área de internamiento durante un par de semanas.

Pedí la baja. No me sentía capaz de ir a trabajar en esas condiciones. Evidentemente me la dieron: el inspector de zona no quería un responsable dirigiendo un centro psiquiátrico en el estado en el que yo me encontraba. Mi sustituta se hizo enseguida cargo de la dinámica del hospital. Creo que ese aire nuevo le vino bien a mi personal y a las internas.

Un par de meses después recibí la llamada de la inspectora Riego. Querían verme en comisaría para comentarme algo del caso. Cogí mi coche por primera vez desde aquella noche. No había sido capaz ni de salir de casa. Las ventajas de las compras a domicilio por internet me permitieron confinarme a rumiar mi situación personal.

Al llegar a las dependencias de la policía, pregunte por la inspectora y me condujeron a su despacho. Me estaba esperando junto con el agente que la acompañaba esa terrible mañana.

  • Buenos días, inspectora, agente. – salude a ambos.
  • Buenos días, doctor. Pase y siéntese. ¿Quiere un café? ¿otra cosa? – me ofreció Riego.
  • No gracias, estoy bien así. – y tome asiento en la única silla libre que quedaba, delante de la mesa y al lado de Ruiz de Árate.
  • Vera, le hemos llamado para contarle cómo va la investigación. O como no va, mas bien. No hemos encontrado nada, absolutamente nada. Ni huellas que no sean las de Laura o su personal. Ningún resto que no corresponda a los habituales. Los interrogatorios han descartado la implicación de su gente y la de cualquier paciente del hospital. Nada de nada. – comenzó la inspectora.
  • Ya se lo dije. Allí no había podido entrar nadie. –
  • Sí, pero entenderá que, dada la peculiaridad del caso, teníamos que comprobar minuciosamente cualquier pequeño indicio que nos condujera a dar una explicación coherente a todo esto. Y efectivamente, así era. Fuera lo que fuera lo que pasó con Laura, nadie intervino en ello. Con lo cual, no podemos continuar con la investigación- concluyó cabizbaja.
  • ¿Cómo? ¿Cómo que no van a continuar? Alguna respuesta habrá que dar, ¿no tienen nada que decir? Ustedes son los profesionales. No puedo creer que no tengan nada de nada- exclame, levantándome de mi asiento.
  • Siéntese por favor- dijo el agente- Le aseguro que hemos puesto todos los medios a nuestro alcance para esclarecer el caso. Hemos consultado con los mejores expertos y no solo de este país. Pero nada. No tenemos respuesta para lo sucedido con Laura.

Sin mediar palabra salí del despacho y de la comisaria. Cogí mi coche y volvía a mi casa. Llamé al responsable de zona y le dije que quería cursar mi renuncia definitiva. No podía regresar.

Llevo tres meses encerrado en mi apartamento. Creo que empiezo a entender qué le paso a Laura. Solo quería un lápiz. Solo quería escapar. Probablemente su sangre fue lo único que encontró a mano para poder dibujar una ventana que la permitiría huir de un mundo donde no encajaba, que no la reconocía, donde se sentía cada vez más sola. Su aparente calma y alegría escondían algo oscuro y pesado que no la dejaba seguir caminado entre nosotros. Y yo comprendía aquella sensación. Creo que he empezado a gritar esta noche. Me oigo a lo lejos pidiendo un lápiz.

 

Susana Ruiz Bilbao.

 

 

 

 

 

Sobre Susana Ruiz Bilbao 3 artículos
Nacida vasca y trasplantada hace más de una década a tierras cántabras. Licenciada en Bellas Artes y diplomada en Interiorismo, ejerce su vocación como profesora de artes plásticas en su propio taller. Lo combina con el activismo político y social como Coordinadora del Comité Ciudadano del partido municipalista Santander Sí puede, con la lectura incansable y la escritura cuando el tiempo lo permite.

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