
La mañana de un domingo cualquiera, hay luz y el invierno, con tarjeta de brisa fría, anuncia su llegada, tardía para los antecedentes que habitan mi memoria, sobre todo, la infantil, la que más nítida se me hace conforme pasan los años.
Paseo hasta la churrería de María, la ausente que sigue llenándola con su presencia. Por alguna razón, esta rutina semanal se me ha acabado convirtiendo en una pasarela temporal, porque las calles se me llenan de imágenes, de momentos vividos. Como disco rayado, vuelvo a compartirlas con Luisa, que ya ha entendido el ritual, siempre hay algún matiz, algo que en el último paseo se me quedó en el tintero, o a mí me lo parece.
Esta mañana, en la calle Ancha he visto un «biscooter» aparcado junto a la puerta de mi tía, unos cuantos niños y niñas juegan con una piedra: alzo la malla por mí y por todos mis compañeros. Cuando la aventura termine, irán a la droguería de Antoñico, comprarán breas de las de «a gorda«, no hay nada como saborearlas, sentados en algún escalón, mientras imaginan mundos posibles o imposibles, que el límite es borroso. Muy de tarde en tarde, un seiscientos interrumpe la charla o una pareja de mulos cruza hacia la calle Chirinos. Encabeza el séquito un hombre con sombrero de paja y ronzal al hombro.
El móvil, es decir, lo que nos movía a imaginar, a crear, lo que nos invitaba a jugar era una piedra. De la Malla, al Tejo, de éste a los imaginarios postes, donde emular a Iríbar. Si la piedra era china plana, podría surcar la superficie de los charcos entre aguacero y aguacero, embutidos en las katiuskas. Proyectiles para los tirachinas de fabricación casera. Decían que los mejores eran los que utilizaban las gomas de los estetoscopios. Todo un logro conseguirlas.
Con el canto punzante de un piedra escribíamos el nombre de nuestro primer amor, o recreábamos el más sinuoso de todos los circuitos donde las chapas, recogidas del suelo de las tabernas y los bares, se convertían en los ciclistas del momento: Bahamontes, Poulidor, Ocaña o Merks. Las planas de Cinzano dicen que son las que más avanzan. La rodilla en la tierra, la retahíla en la boca, el pensamiento en una nube surcando el universo.
La churrería presenta un aspecto atiborrado, mesas repletas y gente haciendo cola para transportar el desayuno dominguero, el más dominguero de todos los desayunos. Mientras me recreo en el ambiente, esperando una mesa libre, me detengo en un grupo de niños y niñas que han terminado el desayuno y que parece que es lo único que han compartido, pues, ahora, su atención se centra en un móvil, en su pantalla, como si el resto no existiera, como si nada de lo que hay a su alrededor existiera, como si su mundo, su imaginación y su capacidad para soñar cupiese en esa pequeña pantalla.
María, la churrera ausente, sigue con nosotros, este domingo sus churros, crujientes y sin pringue, saben mejor que nunca.
Juan Jurado.
Es difícil no estar atrapado por la pantalla que nos hechiza, y nos hace recordar con melancolía otros tiempos más felices y menos solitarios.