GATO HAMBRIENTO

Carol se me atragantó desde el primer momento. Olía agrio, pero no solo era eso. Percibí que, de alguna forma inconsciente, ella envidiaba a mi amo. Los gatos negros y escurridizos percibimos todo. También advertí que le daba asco la cicatriz de su labio, aunque lo besase con pasión. Y que le disgustaba su ropa deportiva. En fin, que no era la persona indicada para él.
Una vez más confié en que esa historia recién comenzada duraría poco.
Como tantas otras. Mi amo no es un hombre fuerte, tiene los afectos heridos. Hay que tener paciencia con él. Enseguida cree que ha encontrado a la mujer de su vida, cualquier mirada o palabra oportuna le hacen mella. Pero yo pongo en marcha mi actuación contra ellas: me asomo al espejo justo cuando se están pintando, en el pasillo me deslizo entre sus piernas para que tropiecen… Y tarde o temprano mi amo se queda de nuevo solo y volvemos a ser nosotros.
Cuando apareció Carol, mis alarmas se agudizaron más que con ninguna otra novia. No pude organizar mi habitual resistencia pasiva ni disimular mi rechazo. Huía de ella, o me enfrentaba a ella, maullaba, le bufaba. A veces me encaramaba a la librería, frente a los dos abrazados en el sofá, y la escrutaba, con centellas en los ojos.
Y nada. Carol seguía allí, triunfando.
Al observarla percibí que ella lo necesitaba mucho más que él a ella, aunque intentara disimularlo. Esa funesta manía humana de necesitarse, de depender. Pero Carol cometió el error de creer que yo le tenía miedo. Como si los gatos supiéramos lo que es el miedo. Y me tranquilicé: yo era el más fuerte de los tres.
Mi vanidad no me dejó prever el sufrimiento que se avecinaba para mi amo. Los gritos, las peleas cuando el volvía a casa, cabizbajo, y esperaba hundido en el sillón con la tele encendida sin voz. Hasta que ella golpeaba la puerta de madrugada, en un estado lamentable, pero desafiante. Como si la verdadera ofendida fuera ella
Hubo un tiempo en que conseguían consolarse. Se encerraban en la habitación, ya nunca conmigo, y a la mañana siguiente parecía como si no hubiera pasado nada. Y esa canción, esa canción perpetua en el tocadiscos desde que Carol apareció en nuestras vidas. A veces la tarareaban, cantaban estrofas a dúo, reían y se abrazaban. Pero otras veces Van Morrison se hartaba de cantar solo.
Mi amo comenzó a estar triste y distraído. De repente no había comida en mi cuenco. Yo intentaba hacérselo pagar a ella, le bufaba más, incluso hacía amagos de arañarla. Entonces ella gritaba y él, atolondrado, llenaba el cuenco, poniendo perdido el suelo de la cocina.
Y la casa se ensuciaba, enmohecía. Carol era un desastre, no fregaba ni recogía, desperdigaba sus cosas por todas partes. Mi amo, absorto en ella, olvidaba la limpieza y el orden. El, que había sido un perfeccionista, casi maniático, como yo. Tampoco hacía ya gimnasia, ni salía a correr por la mañana, por miedo a no encontrarla en casa a su regreso. Todo empezó a hacerse intolerable.
Comprendí que tenía que pasar a la acción. Que era cosa mía poner remedio.
Una de las noches que mi amo volvió sin ella, cuando abría la puerta me deslicé a la escalera. Ni me vio. Abajo en el portal esperé paciente, como un gato, a que entrara algún vecino, y salí a la calle oscura. Nadie se fija en los gatos por la noche, forman parte del paisaje.
Me puse en guardia al divisar a Carol en la acera de enfrente, dando tumbos de un lado a otro. Cuando inició el cruce, por supuesto sin mirar, me lancé como una flecha ante el primer coche que pasaba. Atronó en mi cabeza el frenazo de última hora, el seco impacto, los gritos.
Encaramado en la tapia de enfrente, me aseguré de que la mujer tendida en la calzada fuese ella. Lo era. Sus deportivas, su bolsa. Luego observé atento a la policía, la ambulancia. La manta con que la taparon. Y por fin apareció mi amo desalado, atónito, deshecho. Se arrodilló junto al cuerpo y lloró con desconsuelo.
No volvió a casa hasta tres días después, serio y ausente. Me encontró en el portal, pero no me dijo nada. Entramos los dos en casa, puso comida en mi cuenco, cogió dos o tres cosas y volvió a marcharse en silencio.
Desde entonces estoy solo. Bueno, no del todo solo. Después del accidente, Carol volvió a casa. Vaga conmigo por el piso, cojeando y agarrándose a las paredes. La puedo ver porque soy un gato. Y me gusta poder verla. Su espíritu es mucho más suave de lo que ella fue en vida. Además, ya no huele. Y la pobre está coja por mi culpa.
Ya no se olvida nunca de mi cuenco, ni de mi agua. Tampoco me grita. Sentada en el sofá, escucha una y otra vez la dichosa canción. Me la sé de memoria, hasta me gusta. Y mira el teléfono. Pasa horas sentada junto al teléfono, con la canción de fondo. Se que espera que mi amo la llame. Pero no la va a llamar.
A veces pienso que cualquier mañana temprano mi amo vendrá a buscarme. Desde mi escondrijo sobre la librería, oiré su llave en la cerradura y su voz fuerte: “¡Hola Jim! ¿Dónde estás?”.
Y si no viene, tampoco estamos mal Carol y yo. No nos molestamos para nada. Además, como de lo material ella no se entera, puedo salir a los tejados por el cristal roto de la cocina. Vago un buen rato, charlo con los amigos y vuelvo de noche a dormir. Me estiro junto a ella, que sigue en el sofá frente al teléfono y ronroneo a mis anchas.
Sólo temo que ella suba demasiado el volumen del tocadiscos, y los vecinos se extrañen de oír a todas horas a Van Morrison, Hungry for your love.
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Inspirado en el relato de Patricia Esteban Erlés, del mismo título. Para ella, una de mis maestras de escritura, con cariño y agradecimiento.
Sobre Luisa Horno 15 artículos
Luisa ha sido bibliotecaria, amante de la lectura porque su padre la inculcó el amor infinito a los libros. Luego la vida se la tragó un rato, justo el tiempo que tuvo de tener tres hijos y una vida vivida y quizá sufrida. Llegó el divorcio, la jubilación y decidió escribir. Hizo talleres y no ha parado, ha ganado el premio Caixa Forum de Relatos. Maestra indiscutible del relato corto...

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