Imperfectas

Los dientes irregulares de Isabella Rosellini, que nunca le restaron un ápice de su enigmática belleza cuando sonreía desde los anuncios de aquel perfume que querías comprar solo para oler como ella. Los gélidos ojos azules y demasiado grandes con los que Bette Davis era capaz de congelar a cualquier hombre o mujer a quien mirara. Los huesos interminables de Katharine Hepburn, que acudió a la gala de los Oscars, con su moño y sus pantalones de siempre y los temblores del Parkinson, sin perder un ápice de dignidad. La nuca de pajarito de Mia Farrow cuando el diablo le cortó el pelo a lo chico. La doble hilera de pestañas, bendita anomalía de la naturaleza que convirtió los ojos de Liz Taylor en lagos violetas. La escotadura supraesternal de esa sílfide maravillosa, Kristin Scott Thomas, el hueco de piel donde se hubiera quedado a vivir para siempre el paciente inglés. La cicatriz que atravesaba el vientre de Marilyn Monroe, recordándole su vacío infinito a la mujer más deseada del planeta. Ahora, que la belleza se considera un don que solo se obtiene visitando al cirujano plástico, que las chicas consideradas it, influencer, megaguays, presumen de rinoplastias y liposucciones, de prótesis arriba y abajo, de costillas de menos y bottox de más, me fijo más que nunca en las mujeres que no se parecían nada entre ellas, que no eran muñecas fabricadas en serie. En esas señoras de carne y hueso y sueño que conocían el valor del ejemplar único en su especie. Y me santiguo del revés cuando veo poner morritos en una foto a la menor de las Kardashian, cuya vida se reduce a operarse una y otra vez para acabar siendo la gemela su hermana mayor, y susurro muy quedo, para mis adentros, “bendita, bendita imperfección”.

Patricia Esteban Erlés.

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