La dichosa motivación

Motivation Road Sign with dramatic clouds and sky.
Yo, que llevo una docena de años enfrentándome al desafío que supone entrar cada mañana en una clase para intentar que mis alumnos aprendan Lengua y Literatura, me pregunto con frecuencia si todos aquellos que proclaman la necesidad de motivar a los estudiantes tienen claro de lo que están hablando. Parece que la motivación sea la clave del éxito de un aprendizaje. Yo no lo creo. La motivación es un ingrediente importante, una sal fina y valiosa que bien esparcida consigue que la aventura de enseñar y aprender sea todavía más bonita, más fácil. Pero los docentes no podemos centrar todos nuestros esfuerzos en motivar al alumnado. Ni los alumnos deben conformarse con esperar que se les motive. La motivación no es siempre posible, pienso, basándome en mi propia experiencia. Yo estaba motivada, a pesar de mis maestros, excelentes a veces, pésimos, otras, porque a mí me encantaban las palabras y se me daba bien, de forma natural, todo lo que tuviera que ver con ellas. Me encantaba usar expresiones recién aprendidas, soltarlas en cuanto podía, escribir, leer. Todo aquello me agradaba, porque sentía que era un territorio infinito de felicidad. Porque destacaba, porque sentía que mi inteligencia se ponía a funcionar si debía comentar un texto o escribir un cuento. Quizás la motivación la generaba yo misma, exclusivamente hacia lo lingüístico, cosa que no les pasaba a otros compañeros, ni a mí misma en otras materias. Y tuve, seguramente, buenos profesores que quizás lo intentaron, pero no hubo forma de que todo me gustara igual que aquello que se me daba bien solo.
Creo que mi profesión me gusta mucho porque sigo siendo en parte esa niña que solo esperaba que llegara a clase de Lengua. Aprendo con mis alumnos, disfruto explicando de dónde viene la palabra «salario» o animándolos a que representen en clase el cuento de los esqueletos de Javier Tomeo. Veo a mis chicos pasarlo bien en una clase, y me encanta, pero junto con esos ratos lúdicos hay otros que entrañan esfuerzo, atención, concentración. No se pueden aprender conceptos que implican una reflexión lingüística de otra forma que no sea poniendo todo lo que uno tiene para captar la explicación, interiorizarla correctamente. No se pueden aprender muchas de las cosas que el currículo nos indica si no es repasando en casa, mecanizando lo aprendido con ejercicios de repetición, memorizando (oh, anatema) reglas o definiciones básicas. Pensar en las cosas, masticarlas, llevarlas dentro de uno es fundamental para usarlas luego, para disfrutar de su comprensión, para aprovecharlas.
Claro que soplan cuando repasamos el subjuntivo. Claro que copian apuntes y ejemplos con cara de póker. Claro que se alegran mucho cuando en los últimos quince minutos de clase nos dedicamos a lo que ellos llaman «cosas chulas». Toma, no.
Es muy cómodo para algunos padres pasarnos el balón y la crítica si el balón pincha. Mi hijo no va feliz a tu clase. Mi hija no está motivada con tu materia. A ver si regresamos del fabuloso mundo de colorinchis en el que nos han instalado tantos lemas motivadores, tantos vendedores de entelequias, tanta meta imposible de alcanzar. Y como meta de estas señalo la inutilidad de perseguir la alegría, la felicidad, la complacencia en cada momento de nuestra vida. No es posible ni creo que sea sano pensar en procurarles a los chavales un bienestar perpetuo, aislarlos del mundo real y sus situaciones impredecibles, desfavorables tantas veces. Eso no es ayudarlos a crecer, es mantenerlos siempre sumidos en una infancia crónica, perjudicial.
Creo que poner toda la carne en el asador de la motivación supone quemar la verdad del proceso. Aprender cosas que en principio no te motivan te hace más fuerte, más resistente, más capaz de tolerar circunstancias adversas con otras armas. Un profesor no es un showman, aunque a veces nos toque serlo, no es un mago, no vende humo. Ni los alumnos un público pasivo al que deba conquistarse con artificios, un cliente exigente al que debamos embaucar. Ojalá todos potenciáramos más entre nuestros chavales la idea del esfuerzo, del mérito, del progreso diario, de la competencia sana contra uno mismo, y dejásemos de pronunciar algunas palabras seudomágicas del tipo «abracadabra«, confiando en que nos abran a todos las puertas de la perfección.
Patricia Esteban Erlés

3 comentarios

  1. No puedo estar más de acuerdo. He sido maestro durante cuarenta años, y he sufrido en propia piel lo de “mi hijo no está motivado” que comentas. Llegaron los años ochenta, los sicólogos guais y los profes colegas de los niños, y nos convirtieron poco menos que en monstruos a los que -además de motivar- seguíamos pidiendo esfuerzo, trabajo, concentración… Pero el tiempo puso a cada uno en su sitio. Gracias por el artículo.

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