La primera vez que vi un fantasma

Me gusta el título del libro de Solange Rodríguez Pappe. Me gusta tanto que se me ha ocurrido pensar en cuándo fue la primera vez que yo vi a uno de mis fantasmas.
No hace mucho que tengo trato con ellos, con los fantasmas, a pesar de que toda la vida me han caído bien y me ha fascinado su elegancia y su capacidad para atravesar paredes de la casa en busca de la ruta que antes, cuando estaban vivos, conocían. Me parece envidiable la sutileza allí donde la encuentro, porque yo tiendo a tirar las copas de la mesa cuando me enciendo en una conversación y es conocida mi olímpica capacidad para tropezar con el aire y caerme allí donde no convenía caerse. Valoro mucho pues la delicadeza de los espectros que siempre miran y caminan y tocan las cosas con una inefable nostalgia, como si la vida ya fuera cosa de otro mundo y la echaran de menos.
No hace mucho que sé de verdad que los fantasmas nos acompañan más allá de las páginas de un cuento gótico inglés, más allá de los programas de misterios en los que nos empeñamos en creer. Sé que de vez en cuando se personan, vuelven a parecerse a los que eran solo para que tengamos fe en ellos, para que mantengamos la esperanza de que algunos amores, algunos amigos, no se van del todo.
Mi madre murió en 2008. Yo besé su frente fría y lloré inconsolable porque aquella ya no era ella. Mi madre nunca tuvo ese color grisáceo ni ese tacto de lápida. Pasé varios meses aturdida, entendiendo por fin que se había soltado para siempre un eslabón que me unía al mundo. Fue como perder una joya querida, como sentir de pronto que se ha deslizado de tu cuello, de tu muñeca, un hllo de oro puro que le daba sentido a muchas cosas. Había cosas de mí que solo supo, que solo entendió mi madre. Cosas mías que solo ella era capaz de perdonar. Y de pronto dejó de respirar una noche de abril, al principio de una noche de abril se cansó de estar dormida esperando la muerte y se marchó. Nos dejó encima de la cama del hospital un cuerpo que era su propia tumba. Y yo besé la frente de esa tumba y me dije que no era mi madre, que mi madre no era gris ni fría. Que se había marchado de puntillas y descalza de la habitación donde la velaban dos de mis hermanos, sin que ellos se dieran cuenta.

Pero dos o tres años después me crucé con ella por la calle. La vi venir por la acera con el mismo sobresalto que si me la hubiera encontrado mientras hacía pirola en una de las clases del instituto. Avanzaba por la acera con su pelo fino y rojizo y su expresión soñadora de antaño. Era ella porque nadie más ha conseguido tener sus ojos verdes ni esa forma de resultar simpática al primer golpe de vista. Era ella porque mi madre tenía ese abrigo que le quedaba un poco grande y esos andares que sí son los míos. Mi madre caminaba por una calle del centro sin prisa, tal vez de camino a la iglesia a la que a veces se acercaba para pedir algo bueno para alguien. MI madre se paseaba por la ciudad a la que vino a trabajar cuando solo era una cría ahora que ya no estaba viva. Y me gustó saberlo, me gustó pensar que a lo mejor se daba una vuelta cuando se aburría allí, en el mundo de los ectoplasmas, que venía a recordar sus sitios favoritos, la casa enorme del centro, la casa del militar donde sirvió, que tenía un baño de m´marmol rosa y negro. Las tiendas, las mercerías, las confiterías buenas que ya no están, que también son fantasmas pero solo para nosotros, los vivos, porque ellos, los señores de elegante transparencia, sí las ven y se detienen felices ante las vitrinas y recuerdan bien el pastel fino o las medias de cristal que casi nunca podían comprarse.
No me detuve al pasar junto a ella. No hice sino mirarla un segundo cuando la tuve muy cerca para comprender que era cierto, que sí, que claro que aquella señora del abrigo grande y el pelo rojo era mi madre. La dejé cruzar sin pensar en tocarle el brazo o decirle hola. No quise sobresaltarla, no quise ser un obstáculo en su camino. Me gustó mucho, me alivió horrores saber que no me equivocaba. Mi madre se escapó del hospital una noche de primavera, harta de goteros y dolores, se marchó sin que la viéramos, y regresa, está a ratos por aquí, yo doy fe de ello, dándose un garbeo como si tal cosa, por Independencia.

Patricia Esteban Erlés

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