
Hace mucho, mucho tiempo,
cuando mis experiencias vitales aún estaban naciendo,
me llevaste a comprobar el sentir placentero
de un nuevo descubrimiento en un campo abandonado,
que hoy, por desaparecido,
solo existe en mi memoria:
así fue como formamos una “hermandad particular”
sentados sobre una hierba primeriza
que conservaba todavía muy adentro el dulce olor terroso
de las cálidas tardes de verano,
apoyada nuestra espalda, una al lado de la otra,
sobre una dura pared de piedra seca y sintiendo en la cercanía, como una excitante palpación,
el perfume de nuestros púberes cuerpos.
No pude comprender entonces,
dada mi inexperiencia en esos pactos particulares
de hermanamiento ,
aquellas palabras que en un susurro casi inaudible me dijiste,
tras el mutuo placer compartido
al tiempo que parsimoniosamente limpiabas en la hierba
la cálida huella que mi derramado semen había depositado
en el cáliz de tú mano,
mientras yo dejaba rebosar lentamente tu eclosionado deseo
del mío.
Palabras que hoy todavía me inflaman cuando las recuerdo
algunas noches,
al rememorar la fascinación de como contemplaba con un refrenado deseo lo que quería ahondar mucho más:
arder en la sequedad del brillo rojizo de tus labios,
que humedecías suavemente con la punta de tú lengua
mientras me decías en un susurro casi inaudible,
no comprender mí rápido final feliz.
La respuesta era bien sencilla amigo,
para mí fue la primera semilla derramada
lo que para ti fue una embriaguez más,
de ese naciente placer que entre catecismo, catones,
historias sagradas y manuales de urbanidad estaba llevando
a dos pobres niños de la postguerra española
desde la pubertad hasta la muerte.
Enrique Ibáñez Villegas
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