Las Ye-ye rurales

La edad lo mismo nos quita capas de inocencia, descubriendo pérfidos personajes, que  nos cubre de experiencia, modelando héroes, hasta un momento en que nos arrincona en el olvido. Nos hacemos viejos da igual de ciudad que de pueblo, nadie nos utiliza.

Una mano se posa en mi hombro y me saca de mi ensimismamiento sentada en un autobús esperando el regreso al pueblo:

–Marianne ¿Qué alegría encontrarte?

–¿Cómo estás Juana? –contesto con un ligero acento en las eses a una mujer enorme que se sienta a mi lado dejando una bolsa de viaje delante de sus piernas. La conozco desde mi infancia, es una de las amigas de juventud de mi madre.

El chófer arranca y nosotras nos ponemos al día de nuestras vidas mientras emprendemos el camino, dejando atrás campos verdes sembrados de flores amarillas; colza, seguramente.

Tiene ganas de hablar, demasiada soledad en un piso de ciudad, y seguimos la conversación ahora ya con tintes nostálgicos:

–Recuerdo cuando tú y tu madre llegasteis al pueblo –me dice con voz alegre-. Salí a buscaros a la plaza con un paraguas negro, enorme. Matilde te llevaba de una mano, mientras esperaba que le bajaran el baúl. Tuvimos que llamar al Tinillo para ayudar a transportarlo a casa de tus abuelos.

No lo recuerdo, pero me lo han contado tantas veces que lo he incorporado a mi memoria. Veo a una mujer joven con una niña a su lado, comiéndose las puntas de la melena, embutida en un abriguito verde, manoplas y unos zapatos de charol cuya puntera barre el polvo de la calle. Recién llegada de París  yo no entendía nada a mi alrededor.

–Tu madre vino con un montón de ropa francesa: minifaldas, pantalones ajustados, vestidos sicodélicos de cuero, lencería fina.., –

Recitaba una retahíla de prendas volteando su mano en el aire para subrayar la importancia, mientras su tono se iba haciendo más locuaz.

A Matilde, nadie le imaginó ese coraje. En el pueblo todos la veían como una niña menuda, de pelo lacio y un carácter sumiso, como todas, doblegado por la catequesis del pueblo. Año tras año desde la pubertad la nombraban reina de las fiestas con la tarea de vestir a la Virgen de gala y acompañarla en la procesión del día grande ataviada de mantilla que le prestaban en la iglesia. Se elegía la docilidad femenina, y quién mejor para ese papel que la hija del Pascual que a los siete años ya empezó a ausentarse de la escuela para atender a una madre enferma y entrar paulatinamente en la vida adulta: recoger las boñigas del ganado, fregar platos, lavar la ropa en el pilón y meter la nariz en la olla de la tía Julia para aprender a guisar subida a un escabel.

A los doce años dejó definitivamente la escuela, su caja de costura, la clase que más le gustaba, se quedó en el altillo del ropero, solo la bajaba para zurcir los calcetines de los hombres y alguna muñeca de trapo para la madre ausente frente al ventanuco del granero, buscando al hijo desaparecido.

La miseria la echó del pueblo antes de encontrar novio, a mediados de los sesenta su padre  le arregló la documentación para ir a servir a Francia.

–¿Y le comprabais la ropa? –le pregunto tímidamente. Ya conozco la respuesta, pero quiero oír su versión-.

–Claro, ¡no te imaginas, cómo nos gustaba sentirnos un poco francesas! Mi padre no me dejaba ponerme aquellas minifaldas, pero yo metía la ropa en el bolso y me iba con las otras a las verbenas de Muro, incluso nos acercábamos a Noviercas. A los pueblos más cerca, hija, porque no nos conocían tanto y causábamos furor, “las chicas ye-ye” nos llamaban, al puro estilo de la Concha Velasco –y se reía-.

Me cuesta ver a Juana bailando con minifalda. Para mí siempre ha sido una señora adusta con el ceño fruncido, la madre de mis amigas. Los que venimos detrás necesitamos sentirnos originales y modernos, sobre todo ante los padres, esas personas tan llenas de autoridad.

–Tu madre venía poco, te tenía a ti, pero una vez la recuerdo con los zapatos en la mano, le hacían daño, porque se los había comprado pequeños para que le hicieran un pie más bonito. ¡Ya ves no éramos muy diferentes de mis nietas!

Mientras la escuchaba seguir con sus verbenas y vestidos pensaba en lo poco original que había sido mi vida en comparación con la de mi madre. No he destacado en nada y tras estudiar auxiliar de enfermería, encontré trabajo en una residencia de ancianos, donde sigo. Fiel a esa tradición femenina del cuidado, mientras que ella, la Matilde, había contribuido a cambiar la mentalidad de una zona de campo con la moda que trajo en un baúl y que luego cosía en su taller siguiendo los patrones que le enviaban. En el pueblo la apodaron “la cigüeña”, porque, además de la ropa,  vino con una niña de París. Ni se inmutó, su vida le había proporcionado otras vivencias fuera del comadreo. De las dos, sin duda ella es la heroína de la historia, yo solo me siento el nexo que une los eslabones entre aquellas mujeres fuertes, que hemos dejado en el olvido, porque el recuerdo es demasiado exigente, y las que vienen pisando fuerte.

Cuando llegue a la puerta de casa gritaré: “Matilde, tienes la minifalda preparada”. Sé qué me contestará, que ya no recibe encargos, que está muy ocupada esperando a su hija. Cuando me vea se abrazará a mí emocionada y nos sentaremos en la cocina para tomar juntas un café y contarnos la vida. Siempre es así.

Arancha Naranjo

 

Imágenes: Paula Rego.

Sobre Arancha Naranjo 17 artículos
Arancha Naranjo Lumbreras (Palencia, 1969). Española, educada en varios países europeos: Francia, Rusia, Dinamarca. De formación Historiadora y Bibliotecaria, ha incursionado también en el mundo del Derecho, a través de su trabajo en la Administración Pública. En la actualidad se dedica a la escritura, habiendo publicado cuentos en varias Antologías colectivas: Desde el confinamiento: Relatos de urgencia, proyecto del Hospital de Brugos; Antología de Labios rojos, chocolate y una rosa, proyecto amadrinado por Rosa Montero que surgió de las colecciones de Carmín y Chocolate; y ahora participa en un proyecto coordinado por Liliana Blum que ha surgido de los Talleres de Sonia Higuera.

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