Liz y Richard

En el último instante de mi vida, con todo, estoy pensando en ti.
Eso viene a decir la última carta que Burton le mandó a Liz Taylor, pocas semanas antes de su muerte. Como si el suyo fuera un amor que no podía ser ni dejar de ser, una enfermedad crónica que solo fingía guardar silencio y reaparecía cada vez que él se asomaba a un espejo y reconocía ante su rostro en sombras que seguía sin curarse.
Esa carta es la belleza y la tragedia. Es alcoholismo poético, luna ráfaga de ira y ternura, de violencia y arrepentimiento. Burton se olvida de su actual esposa y vuelve la mirada al gran amor de su vida, porque sabe que quedan pocos recodos en el camino, pocas millas más que recorrer. Y entonces, en su lejana casa de viejo amargo la contempla desde lejos y le habla, le increpa, la llora. Le cuenta lo que ve desde allí donde está, «el lago opaco, la tapia de lluvia, la ventana ciega«. Así es el paisaje de su despedida, cómo no añorar entonces los ojos violeta, cómo no desear que la gata amarilla maúlle la sombra de Liz y no de la intrusa, de la esposa apacible que le cerrará los ojos cuando muera. Confiesa el derrumbe anodino que supones esa calma impuesta por la propia supervivencia. No se podía amar así, tanto, tan mal, a alguien, no desde la cercanía que iba matándolos a los dos.
«Repta el domingo por la tarde, bebo,
las campanas del pueblo doblan a muerto,
y las hojas del patio corren como ratas de mi delirio,
déjame escribirte que estoy triste como un perro viejo
y que mi soledad es una casa enorme, vacía, inútil como ésta.»
Ella es planeta, silueta de diosa antigua, eternidad. Y lo eterno no desaparece, no se esfuma un astro, ni una divinidad, permanecen allí donde estaban mucho después de que el hombre que los contemplaba fascinado descanse bajo la tierra. Burton entendía que ella era eterna, no solo una mujer de carne y hueso y ojos de un color imposible. Ella estaba desde siempre en el centro del cielo, en la memoria de los fieles, ella se quedaría para siempre en el centro de cada pensamiento, de cada instante en que la deseó, más allá de la vida y de la muerte, del pasado y del hoy, empequeñecido por su ausencia.
«Te veo a través de mis lágrimas suicidas que tanto te aman,
y erguido contra mi destino me da por pensar que te has quedado,
que el tiempo no ha pasado, que esto no es la carta de un borracho
sino un poema desbaratado,
que Berna es Roma, tú Cleopatra y yo Antonio,
siempre vuelve aquel tiempo que habitamos como huéspedes del éxito:
jets, yates, Monet, diamantes de sesenta y nueve quilates, Cartier,
nuestra cama a la deriva por los remolinos del Tíber,
las caricias de los celos y los mordiscos del deseo,
los seducciones del engaño y el beso de la culpa,
cuando nuestro amor era una playa desierta, idílica, hipnótica,
pero donde siempre se gestaba la tormenta de alguna pelea.
Y otras veces, Liz, me da por pensar que estás aquí,
y me parece que pronto en la almohada lloverá la nube de tu pelo,
que ya mismo la seda de tu piel revestirá las sábanas de satén,
que como la memoria en olvido deshojarás la rosa de tu placer,
eres como una rosa y la mirada que la ve,
abierta y cerrada, la mejor actriz, Liz,
la marea y mi resaca,
el camino y esta casa,
como esta ventana donde fluyen la lluvia y ahora la luna.»

La Taylor se casó ocho veces pero conservó sobre la mesilla de noche hasta el día de su muerte la última, magnífica, enloquecida carta de amor de Burton.

Patricia Esteban Erlés.

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