Muerte de un reloj

Paro el tiempo sin querer, reloj que estreno, reloj que sNo hay texto alternativo automático disponible.e muere casi inmediatamente. No es un relato, es una de esas cosas reales increíbles que a veces me suceden y no puedo escribir por eso mismo, por absurdas y rebuscadas.
Hace ya unos años que me ocurre. La primera vez fue al final de un examen, el de oposición nada menos. Entregué los folios y miré la hora. Mucho rato después volví a hacerlo, frente a una cerveza. Las agujas seguían en el mismo sitio, no se habían movido . Las saetas del reloj eran sus ojos de muerto sorprendido. Los muertos miran siempre sin ver, muy perplejos de que los ojos ya no sirvan de nada y sigan estando ahí, como restos de sí mismos. 


Recuerdo que aquel era un reloj violeta, con la pila recién cambiada. Muy joven para morirse así, de oposición. No sabía yo que en ese momento en que golpeaba el cristal de la esfera con desesperación, buscando el latido, que mientras acercaba mi oreja para certificar el óbito inauguraba una larga lista de muertes relojiles.
Se han muerto cinco o seis después. Un reloj blanco, nuevo, en otro examen de oposición, en otra comunidad, en el centro mismo de otra tarde de calor y nervios. Aquel fue un muerto en medio del trayecto, uno de esos muertos que no llegan siquiera al hospital donde pudieron haberlos salvado. Ese reloj no me gustaba, lo había comprado en la estación y al pagarlo supe que era un error confiarle mi tiempo a un objeto que me parecía feo. No pasé pena por él, enviudé sin aspavientos. Me daba igual que solo hubiera disfrutado de una hora y poco más de mi tiempo. La muerte de un reloj a veces te alivia.
Ha habido otros relojes muertos por mi culpa. Me dicen que quizás sea mi pulso lento, mi resistencia pasiva al paso de los segundos, a la cruz de horas que todo el mundo acepta sin pensar demasiado en que todo se acaba demasiado pronto. Relojes alegres de verano, que creían que septiembre quedaba lejos. Relojes sobrios como abrigos, relojes congelados en un gélido atardecer de diciembre, rindiéndose al abismo de mi fría muñeca de reptil.
Me pregunto qué pasa con ese tiempo que no pasa. Si me será reembolsado en algún momento, por alguna compañía. Me pregunto qué siente un reloj cuando se acerca su hora.
Sonrío porque al parecer solo yo veo cómo tiemblan cuando me acerco a una vitrina y elijo uno.
Cómo me gusta ser una relojicida.

(Ilustración de Pawel Kuczynski)

Patricia Esteban Erlés

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