Newman y Woodward

Dicen que antes de hundirse completamente en el pozo negro de la desmemoria, Joanne Woodward, afectada por el Alzheimer, todavía fue capaz de rescatar un recuerdo. «Sé que estuve casada con un chico muy guapo», le contó a su hija, a la que también dejó de reconocer unos meses más tarde.
La muerte debería haber tenido la delicadeza de devolverle a Woodward una película veloz, tejida con los mejores instantes de su vida. Espero que antes de cerrar los ojos definitivamente disfrutara de la lejana tarde de su infancia en que fue con su madre a ver «Lo que el viento se llevó» y acabó sentada sobre las rodillas de su majestad, Laurence Olivier, como un certero presagio de que en el cine estaba el camino que debía recorrer esa hermosa rubia del sur. Espero que recordara, mientras el tiempo se le agotaba, el día asfixiante en que entró sudorosa al despacho de su agente, siendo ya una joven actriz de teatro y encontró allí a un hombre tan bello que brillaba como «un anuncio de refresco helado«, a pesar de su traje mil rayas y del bochorno que hacía. Él la contempló lleno de asombro, enamorado al primer golpe de vista de aquella chica a la que sin embargo disgustó su aparente condición divina. Le molestó a Woodward que aquel tipo de ojos transparentes pareciera inmune al calor insoportable mientras ella se derretía como un polo de limón. Tuvo que pasar algo de tiempo para que aquel fastidio diera paso a la complicidad y la admiración. Me gustaría que haya tenido ocasión de revivir su maravillosa historia de amor, que surgió en los ensayos de la obra «Picnic» y fue más fuerte que todo. Que haya sonreído al recordar la cama, grande como la de un burdel de Nueva Orleans, según el propio Newman, que compartieron mientras él obtenía el divorcio de su primera esposa. Que se haya contemplado a sí misma recogiendo a la carrera su primer Oscar, con su flamante esposo, ese dios griego que tuvo a bien encarnarse en un humano, mirándola con adoración, sentado entre el público.
La historia de los dos es de Oscar. Surgió contra corriente y se mantuvo durante décadas. «La belleza y el fuego desaparecen, pero mi abuela me dijo que me casara solo si conocía a un hombre con el que pensara que podría reírme al cabo de cincuenta años», declaró la mujer más envidiada del mundo al referirse al chico de los ojos de aguamarina, con el que se lo pasó tan bien y estuvo bailando hasta el final.
Patricia Esteban Erlés.

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