¿Puedo ser yo?

¿Puedo ser yo?
Así se titula el documental sobre Whitney Houston que puede verse en Netflix. «¿Puedo ser yo?» era la pregunta que ella se hacía, cuando pasó de ser la niña angelical que cantaba en misma para convertirse en una versión negra y poderosa de las pálidas solistas pop que reventaban las listas de éxitos a principios de los noventa. ¿Puedo ser yo? se interrogaba en voz alta y hasta grabó un sampler con esa cuestión que la atormentaba desde que empezó su carrera y dejó de estar sometida a la férrea disciplina de su madre, la directora de un coro gospel que le inculcó la idea de que su voz se la debía a Dios, pero quedó a merced de un mercado insaciable. Los productores la alejaron de sus raíces y el público afroamericano llegó a abuchearla por esas canciones descafeinadas y pegadizas que representaban una traición a sus orígenes, a la música desgarrada que brotaba de la garganta de Whitney desde que era una niña. Su padre se ocupó de dirigir su carrera, preocupándose mucho más de que siempre hubiera giras en marcha, conciertos y actuaciones en actos multitudinarios, que de su salud mental y física. El documental la muestra con todo el esplendor de una radiante belleza de los veinte años, hermosísima a pesar de los atroces estilismos ochenteros. Espigada y risueña, como una auténtica princesa africana que sabía ser chispeantemente frívola o solemne, gracias a una voz y un talento escénico innato.
¿Puedo ser yo? es la pregunta que nadie se molestó en responder, porque ese ser ella hubiera resultado muy incómodo. La Houston mantuvo una larga relación amorosa con una amiga de la adolescencia que la acompañó durante años en sus giras y conciertos, antes y después de la llegada de Bobby Brown. Quizás si esa mujer hubiera permanecido en el lugar que ocupaba las cosas no habrían acabado tan mal, se lamentan ahora algunos de sus allegados. Todos sabían que Whitney Houston se drogaba desde muy joven y eso no parecía importar tanto a su muy religiosa familia como el hecho de que fuera lesbiana. Robin, su amiga, desapareció discretamente de la vida de Whitney después de la enésima pelea con el insoportable Brown y desde entonces el desastre comenzó a rodarse a cámara rápida.
Recuerdo bien la primera vez que escuché «I will always love you«, la canción principal de la banda sonora de El Guardaspaldas que originalmente interpretó como balada country Dolly Parton para despedirse de su mentor cuando inició su carrera en solitario . Al parecer se debió a Kevin Costner, especialista en fiascos cinematográficos, el mayor acierto de la carrera de Whitney, esos segundos iniciales en que solo se la oye a ella , anunciando la despedida de dos amantes, sin ningún tipo de acompañamiento musical. El productor se llevó las manos a la cabeza, intuyendo el desastre, pero bastó que ella empezara a desgranar las primeras notas para que todo el mundo comprendiera que iba a ser un éxito. Ahí estaba Whitney, sentada con un precioso traje sastre de raya diplomática en un teatro vacío, alzando los ojos del suelo para mirar a cámara como si fuera el amor al que abandona, dolida y segura de estar haciendo lo mejor para ambos, mientras su voz se mantiene suspendida en lo alto y lo llena todo.
Nunca, ni en sus peores momentos, perdió del todo esa capacidad de dominar el espacio escénico, de enamorar a quien la escuchaba a pesar de que los nódulos y las adicciones fueron dañando de forma inevitable sus cuerdas vocales. En algunos vídeos se la ve exhausta al regresar al camerino, prácticamente desmayada por el esfuerzo. Whitney drogada seguía cantando, con la mirada extraviada y sin embargo dueña aún del don, de aquella gracia que le llegaba de alguna parte y le hacía comprender cuándo debía respirar y cuándo alzar o bajar la voz para evitar el desastre. Uno de sus baterías recuerda cómo desde donde tocaba su instrumento podía ver los músculos de su espalda abrirse y cerrarse como la de una culturista , dispuesta a entregarse del todo cada noche y su ex guardaespaldas llegó a redactar un informe, allá por 1995, al final de una gira desastrosa, en el que advertía de que si seguía consumiendo drogas a ese ritmo, Houston moriría joven. Fue despedido fulminantemente unas semanas después.


Ni el nacimiento de su hija ni los sucesivos intentos que hizo para rehabilitarse la salvaron de aquella caída en picado que duró más de una década. Whitney perdió su maravillosa cabellera rizada y tenía que usar pelucas y pintarse las cejas. Adelgazó tanto que cuesta reconocerla en algunas imágenes. Las fotos tomadas en el baño de su casa, una pocilga llena de platos sucios, jeringuillas usadas y cajas de medicamentos, unidas al hecho de que la organización decidiera sustituirla en la gala de los Oscars donde iba a actuar en directo pocas horas antes del espectáculo porque desafinaba y olvidaba las letras se fueron sumando a un rosario de despropósitos. Poseía una fortuna valorada en 250 millones y estaba rodeada de una nutrida cohorte de parásitos, pero al parecer no hubo nadie lo suficientemente interesado en ayudarla a salir de aquel lugar oscuro que era para ella el mundo cuando descendía, tambaleándose sobre sus altísimos tacones, de cada escenario.

Patricia Esteban Erlés

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