Una señora bien, con pieles ataviada.

Hay una calle en mi ciudad que tiene dos nombres: del Carmen, debido a su pasado catoliquísimo, ya que tiene una iglesia en lo alto que es la del Carmen, ya ven ustedes que poco originales son en mi tierra,  y del Sol. Imagino que este nombre se debe a que a primera hora de la mañana entran los rayos esplendorosos del astro a raudales por ella, suben la cuesta y se estrellan contra los ventanales que la circundan, levantando la niebla, o más bien expulsándola, mientras se pasea por los vetustos edificios acristalados hasta llenarlos de sus cálidas caricias.  Claro que ésto ocurre cuando decide regalarnos su presencia;   en mi ciudad el sol es bien escaso y preciado. La  calle del Sol, o del Carmen, como quieran llamarla,   hace una especie de pasillo que desemboca en la calle Lope de Vega, que a su vez, cae en la bahía, entre  algazara de solanas que la contemplan.

 

Bajaba, yo, a eso de la media tarde, por  la calle descrita, viendo desde el útero de mi coche la bahía  calmada cual fauce comprensiva, extasiándose  la vista en su contemplación. Era tarde invernal pero soleada;  el atardecer ponía  contrapunto de ternura a un paisaje que siempre me emociona.  Pensaba , bajando la cuesta,   que  mi ciudad es bella  por mucho que se empeñen en destrozarla una bandada de grajos salvajes con piqueta y ladrillo . Al no haber mucho tráfico,  el conducir era pausado, lo que  permitía deleitarse tanto en los pensamiento como en la vista.

Llegando al final de la calle, paro ante el semáforo que da lugar al Paseo de Pereda, que como ustedes imaginan (quienes no conozcan mi ciudad, los demás lo saben de sobra) es arteria principal en la que una de las aceras está bordeada por la bahía de la que les hablo y la otra  está plena de terrazas cafeteriles, donde se solazan las buenas y burguesas gentes de mi ciudad.

Conforme una se acerca al mar, los días claros como hoy, se contempla en la otra orilla las montañas de un verde rabioso,  que acogen en su seno tanto la bahía como la ciudad,  haciendo   contraste con brillo nevado de las de detrás.

 

Tan feliz, miraba yo la acuarela ciudadana, que al llegar al semáforo pisé el freno con algo de ansia, provocando un ligero estrépito. En una de las aceras del mismo, me contemplaba con visible contundencia una señora santanderina de las de toda la vida, oiga, especie común, tendente a desaparecer pero aun con fuerza en la fauna capitalina. La señora, en cuestión, amarraba el brazo de un santanderino, también de los de toda la vida, con gafas y visera protectora de calva pensante: su marido sería, porque estas señoras jamás toman el brazo de un extraño.

 

Un abrigo de lomos de visón  abrigaba a la dama coronado por una estolita de rabitos o colitas, no sé si también de visón, de alpaca, de nutria o de zorra (perdonen, pero una no es experta en pieles, no se puede saber de todo en la vida) La señora peinaba  un crepado que por si solo  habría diezmado la capa de ozono en una cuarta parte.  Con gesto de estreñida concentración esperaba su turno para pasar, a fin de continuar el paseo vespertino por la avenida, amarrada al esposo y arropada por el visón, que es como siempre han andado las santanderinas de toda la vida y buena posición por mi ciudad los días invernales. Entre que llevo los pelos de punta, que sigo fiel al rubio casi ceniza de mi juventud, que vestía una sudadera de color naranja fuerte,  quizá inadecuada para mi edad y el frenazo, los furibundos ojos de la señora bien,  fueron contundentes. El paréntesis que encerraba sus labios se cerró más aún, lanzando la censura en forma de mirada constreñida y autosuficiente.

Devolví la mirada a la de las pieles. No sé si adivinó lo que quise contarle con mis ojos, supongo que sí, las mujeres somos muy receptivas y empatizamos bien. Contempló al gaznápiro que llevaba del brazo, levantó los ojos, y ya no era la misma.  Me retó con la mirada altiva aunque la censura daba paso a la extrañeza. De las dos, era yo, sin duda, la que producía una  distopía ciudadana.

Seguí mi camino, doblando la esquina que da paso al Paseo Pereda con la grandilocuencia de la marea alta, la suave brisa que contonea barquitos y azuza al paseante a darse prisa en ponerse a resguardo. De pronto la mole del Banco de Santander con la bandera patria ondeando al viento chocó con mis ojos.  Al llegar a esta última visión me di cuenta de que ahí se explicaban muchos de las aconteceres de mi ciudad.

 

#MariaToca

Santander-10-2-2017.

Sobre Maria Toca 1538 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

Sé el primero en comentar

Deja un comentario