Abandonar la autopista

A veces me gusta salirme de la autopista. Dejar la línea regular de las vías diseñadas con cartabón y escuadra y perderme por las viejas carreteras nacionales que conducen al mismo sitio de forma enrevesada,  con la tintura de los paisajes a la altura de la vista.

Salimos de Renedo, que estaba en fiestas, cuando la tarde comienza la despedida . Había llevado a mi pequeña a divertirse un poco en la locura de los coches de choque, el dragón car y las tirolinas  revoloteando por las tómbolas y los cachivaches gritones y enjalbegados de lucernarias. Según entramos en el coche, se ajustó el cinturón, tomó una almohada que tenemos en previsión de cansancios varios y vi que entornó los ojos con intención de sumirse en sueño profundo. No había prisa, era media tarde, el plomo encebollado de grises que suele tintar el paisaje de Cantabria era hoy profundamente difuso. No había bruma. El cielo alardeaba de nubes panzudas que ocultaban un sol tímido que asomó solo al mediodía. Los verdes se tintaban de finura y temple brumoso. La temperatura acompañaba. Ni frío ni calor. Lo suficiente para arroparse con la consabida rebequita que nos acompaña como el llavero de casa. Ni viento ni nada que molestase el bienestar.

 

Abrí la ventanilla del coche  torciendo en la rotonda que debía devolverme a la ciudad para hacer una inmersión en lugares casi desconocidos o poco vistos. Emprendí una subida curvada por carretera estrecha, que precariamente dejaría pasar otro coche en caso de cruzarnos…No hizo falta la apretura porque mi soledad fue duradera. El paisaje se abría con la plenitud de lo no visto. El paisaje se condensó con  árboledas asalvajadas que casi invadían la calzada y viejas casas que adolecían de mano cuidadosa, tanto que  me devolvieron retazos del pasado que languidecen en el marasmo de una memoria demasiado extensa ya.

Aquél beso robado en un punto de ese camino que se tuerce y serpentea. El bar que supuso un reposo lánguido a una tarde venturosa. El viaje aventurero de cuando niña  cuando  todos los viajes suponían novedad y emoción. Una balconada entrevista en otra ocasión perdida en el recuerdo. El camino que se hizo amarrada a una mano y a un amor que murió de inanición aunque parecía eterno e impoluto. El comentario de un padre muerto cuando vivía y la fuerza lo amarraba tal que indestructible. El olor a tierra húmeda, aplomada de bruma  que moja el eucalipto y reverdece al pino. El canto de pájaros en recogida. La bosta de vaca almacenada para nutrir campos y cosechas, mientras la hierba crece en espera de la próxima segada. Las vacas que contemplan sorprendidas a la visitante que conduce lento como si quisiera integrarse en un paisaje que ama por conocido y porque cuando lo explora, como hoy, le abre la puerta a un almacén de recuerdos que se han ido postergando en aras de otros más urgentes.

La música acompañaba dentro del coche, el aire volteaba el pelo mientras intentaba asir esos colores, los olores de infancia y juventud para que se quedasen y me tornaran a entonces cuando todo estaba por vivir.

Al final, las luces nos mostraron la proximidad de la ciudad que lentamente envejece al compás de los sulfurosos días que aprietan el alma y no lo dejan volar.

Costó despertar a la pequeña. Costó desperezarme de tanta nostalgia. Dentro del coche aún persistía el olor a tierra y a bosta de vaca.

 

María Toca

Sobre Maria Toca 1533 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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