Apañar patatas.

Aquella sensación era vergüenza. No supe que sentir. Así que me dio por sentirme mal. Tenía unos doce o trece años.

Fue el verano en que apañé patatas. Recolecté dos hileras. Mi primera y mi última vez. Me sirivio para valorar el trabajo del campo. El campo era la aldea. Y en la aldea siempre ibamos a comer y parrandas varias. Con mis primos, mis tíos, mis parientes, los del pueblo. Yo tan de ciudad. Tan hija única. Tan enseñada a no mancharme los domingos que estrenaba ropa. Gracias a la aldea por enseñarme y darme con la vida en las narices. Porque aquel verano apañé patatas. Apenas un puñado. Pero había que agacharse. Doblar el lomo. Mancharse las manos. Mancharse los dedos. Mancharse las uñas. Tanto. Que luego había que frotar hasta casi hacerse sangre para dejarlas limpias. Y apañaba patatas. Con mis primos a un lado y al otro. Que se reían de mí. Pero también conmigo. La niña de ciudad que les regaló unos rotuladores al conocerlos. Ya todos poco niños pequeños. Y yo con mis prejuicios. Y mi miedo a lo diferente. Y ellos con sus prejuicios. Y su miedo a lo diferente. Y nos hicimos amigos enseguida. Y ese verano me quedé unos días. Y apañé patatas. Con el culo en pompa. Un culo infantil. Que también se ponía en bañador de rayas y se mojaba en el río. Y se bajaba las bragas y hacía pis y caca en un baño de pueblo. Y se embutía en un chándal a la hora del desayuno, para sentarse en un banco de madera a beber leche de la verdad. Culo de doce o trece años. Una niña.

Ese año, o el anterior me había venido la regla. Ya no era un palillo con costillas marcadas. Ahora era redondita. Con carne donde comenzaba a aparecer carne. Una niña, con carne nueva y sin saber muy bien que hacer con ella. Y aquel vestido de algodón de playa de snoopy. Era una camiseta larga en realidad. Blanca. Hasta media pierna. Ponía snoopy. Y salía snoopy. Y debajo el bañador. Y mis primos con bikini y turbo. Tan flacos los dos. Ella me llevaba un año. Él dos. Y no tenían carne. Carne nueva que no sabes que hacer con ella. Seguían siendo costillas flotantes en palillos andantes. Y al salir del río ibamos los tres al bar de la aldea. A llevar recados a casa de sus padres. Y de paso comprar algo parecido a golosinas. Ese bar lleno de hombres. Hombres de edades diversas. Entonces a mí me parecían muy mayores. Más que mis padres que eran muy jóvenes. Me parecían muy hombres. Con su ropa de pueblo. Con su ropa de aldea.Y daban un poco de susto. Porque cuando entraban no saludaban ni miraban a mis primos y su ausencia de carne. Se volvían y miraban a snoopy. Y miraban debajo de snoopy. Y miraban encima de snoopy. Y miraban más allá de snoopy. Y desnudaban a snoopy. Y sonreían de lado. Y expulsaban a sus ojos de sus cuencas. Y decían cosas en alto. Y se miraban entre ellos. Y luego volvían a mirarme entre risas. Y seguían riéndose. Y alguno se subía el tiro del pantalón. Y yo no quería volver a ese bar. Prefería apañar patatas. Y ya no me gustaba el vestido de snoopy. Prefería pantalones. Y una camiseta muy floja. Y que esa carne que no sabía que hacer con ella dejase de notarse. Y que esas miradas que no sabía que hacer con ellas, dejasen de reirse. Y susurrar. Y lamerse la comisura de los labios mientras pedían otro vino de la casa. Cinco minutos eternos en el mostrador del bar del pueblo. No valía tanto una barra de pan.
Yo tenía doce o trece años. Y no supe que sentir. Así que lo único que se me ocurrió fue sentirme mal. Y que esa carne nueva, que sólo yo tenía. Además de sólo tenerla yo. También tenía la culpa.

Eva Barreiro

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