Bardenazo

A mí me dio un bardenazo severo hace treinta años y aún no se me ha pasado.
Por entonces Javier Bardem era un chulazo, un protohombre, un chutazo de testosterona, un buen tajo de carne roja. Había algo muy animal en él, en esa conciencia física del poder que emanaba de su propio cuerpo y la mirada hambrienta, líquida, que clavaba en la cámara y en todos los que estábamos al otro lado. El primer Bardem era bestial, una fuerza de la naturaleza, imponente en cada primer plano. Era sexo y violencia, era «ten cuidado conmigo«. Era esa nariz de boxeador y esos brazos de tipo capaz de levantar él solito, sin muchos aspavientos, un sofá. Pero se avistaba ya todo lo otro, todo lo que ha ido dando a lo largo de los años. Estaba ya la capacidad para entender al personaje y ser él toda la película, sospecho que también todo el tiempo que durara el rodaje, cuando los focos se apagaban n y él salía del plató con esa segunda piel, esa criatura adherida en cada mirada o ademán. Una vez le oí contar a Pablo Carbonell que cuando ambos eran muy jóvenes fue a su casa y se lo encontró reptando por el pasillo. Tenía que hacer de gusano para una obra experimental y en ello estaba. Un tipo cachas con cara de pocos amigos haciendo de oruga procesionaria,
Siempre seré de Bardem. De sus ojos implacables de yonqui cruel o heridos de muerte por la traición de un amor gay imposible con Jordi Mollá. Ha aprendido a canalizar ese talento que corría por sus venas pero que no sería gran cosa o que no le habría servido de nada si no fuera acompañado de una enorme intuición, de una no menos considerable ambición. Bardem podría haber sido un tío bueno sin más, uno de tantos actores prometedores que pierden el favor del público cuando cumplen años y ya no pueden hacer de galán apetecible. A mí Bardem me sigue pareciendo el más atractivo de nuestro intérpretes por muchos motivos. Me gustan las caras torcidas como la suya, la voz tajante en la que resuena, y eso también me encanta, el eco de la de su madre. Me gustan su sonrisa socarrona, sus hechuras, me gusta verlo y oírlo, observar cómo se mueve o simplemente se queda quieto, con las manos en los bolsillos y sigue mirando irreverente, a la cámara, como a una colega que no le va a fallar nunca. Pero me fascina su capacidad de adivinación, cómo hay algo que le lleva a comprender desde dentro a la oruga, al narcotraficante, al asesino en serie, al poeta homosexual, al jefe cabronazo que va de páter amantísimo. No ha dejado de escuchar el alma del tipo al que interpreta, si acaso cada vez llega a ese fondo con más nitidez, como si oyera mejor o contara con más instrumentos para comprender el de dónde viene, dónde está ahora, hacia dónde van sus personajes. Su ambición por captar cada gesto, cada microexpresión, cada cambio en la tonalidad de voz, cada silencio, también sigue ahí. Es difícil dejar de admirar a quien es capaz de sostener una película sobre sus hombros como lo hace él en «El buen patrón», es casi imposible imaginar a otro en la piel de ese patán contemporáneo que nos regala, bordando con una mala leche de campeonato y una inteligencia crítica como las suyas el retrato de un empresario tan verosímil, tan risible, tan real. Lo imagino ensayando gestos, durante horas, encadenados a veces con otros gestos, sobre todo en los momentos en que el personaje idílico se ve pillado en un renuncio y el cartón piedra de su sonrisa beatífica se desmorona, cuando muestra su contrariedad, su crueldad, su egoísmo, de un segundo al siguiente, en la misma toma. Todo ese proceso sutil exige un gran control de los tiempos, una exactitud en el manejo de las propias facciones que no deja de sorprenderme.
Difícil lo tienen este año el resto de los nominados, desde luego. Yo me alegro porque es una suerte contar con un actor como Bardem en nuestro cine, amén de que comparto muchas de las ideas que defiende en la vida real. Pero es que no me pasa como a Almeida: Bardem me gustaría igual, qué remedio, aunque él o yo fuésemos de derechas.
Ave, Bardem.
Patricia Esteban Erlés

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