Cálculos renales

Al bajar a la calle he visto que sobresalía un sobre de mi buzón. Hace días que no lo abro. Prácticamente nadie me envía cartas. Las únicas que llegan, son las de formato alargado y con ventanilla, que vienen de la Administración y que antes de abrirlas me santiguo y rezo tres avemarías, no porque sea una ferviente creyente, o una supersticiosa sin juicio, sino porque tengo medido el tiempo, tardo seis minutos y treinta segundos y es justo lo que necesito para serenarme después de haber recibido el susto, porque esos sobres siempre traen malas noticias o buenas, pero redactadas tan enrevesadas que nunca me entero.

Este sobre era diferente. De color lila, despedía un ligero perfume a violetas; la dirección estaba escrita a tinta posiblemente con pluma, y caligrafía inglesa, letras proporcionadas y ligeramente inclinadas a la derecha.

Si recibir una carta personal es muy raro en nuestros días, que venga escrita a mano ya parece imposible. Abrí el buzón comprobé que no había más correspondencia y subí de nuevo a casa para tomarme un café mientras la leía.

El remite no me decía absolutamente nada, Carlos  García y María Fernández. Ni idea de quien pudieran ser, pero con unos nombres tan comunes podrían ser cualquiera. El lacre me parecía un detalle fuera de lugar, nostálgico y con un punto novelesco. ¿Quién me estaba gastando esta broma?

Saqué una cartulina algo gruesa y bordes ondulados, una invitación de bodas hecha a mano. Pues claro, la hija de mi gran amiga Elvira se casaba.

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Hacía mucho que no asistía a este tipo de ceremonias y estaba un poco nerviosa. Me sentía, pese a que no soy muy mayor, la tía vieja de la novia. ¡Eran todos tan jóvenes! Aunque yo solo debía de tener unos quince años más que ellos, el hecho de pertenecer al círculo de la madre me hacía sentirme mayor. Elvira fue mi profesora de bioquímica en la Universidad y guardamos una estupenda amistad por colaboraciones de trabajo.

Me sentía cómoda en un vestido tubular turquesa que marcaba mi contorno, de tirantes y un poco más arriba de la rodilla. No era el clásico vestido repollo que se ve en tantos álbumes de bodas, sino algo ligero, para uso múltiple, que acaparaba las miradas porque te quitaba unos diez años de encima.

Seguí las indicaciones de la invitación y encontré mi mesa relativamente pronto. Había una pareja sentada a la que no conocía de nada. Siempre es algo incómodo ir a una fiesta sola, presentaciones, contar tu vida en tres minutos y medio, mejor en uno con veinte. La brevedad está en alza, en caso contrario, solo llega la primera frase de tu discurso, luego tu interlocutor ha desconectado, seguramente está pensando en cómo taparte la boca con un pañuelo.

Al cabo de cuarenta y tres minutos la mesa ya se había completado. Sabía que la chica rubia enfrente de mí era enfermera y también venía por la parte de Elvira. La acompañaba un muchachote rubicundo de origen escocés al que era tan difícil entender en español como en inglés. A mi derecha se sentaba un hombre de unos cuarenta y tres años, el típico maduro de gimnasio, bien conservado,  amigo del novio, teníamos poco en común, aunque parecía puesto por una mano celestina. A mi izquierda podía hablar con una pareja amigos del marido de Elvira. Muy agradables, ella se llamaba Casilda, profesora de taekwondo y él se dedicaba a la cría de caracoles en granjas.

Si había una cosa que teníamos en común es que todos teníamos menos de cincuenta años y estábamos en muy buena forma física. Quizás a mí me sobraba algún kilo en las cartucheras, pero la faja reductora obraba milagros y me sentía como si fuera al gimnasio todas las tardes de cinco a siete.

La conversación se animó cuando empezamos a hablar de los regalos que habíamos hecho. Es muy típico entregar un sobre con dinero, pero demasiado neutro para mi gusto. Yo les había regalado un taladro. Es el regalo perfecto para una pareja que va estrenar casa. Siempre hay cuadros que colgar, toalleros que colocar, ¿cómo vas a instalar los regalos de los otros si no dispones de una buena herramienta en casa? Obvio, tienes que guardarlos en cajas hasta que un amigo se pasa con su berbiquí. Mi regalo era profesional y todos estuvieron de acuerdo en que había sido muy buena idea. Si alguno no estuvo de acuerdo lo disimuló muy bien. Ellos, sin embargo, habían optado por comprar algo de la lista de bodas que habían dejado en la tienda de Serrano con Goya. Una de esas tiendas de artículos para el hogar, porcelana de Lladró, platos firmados por Miró, sábanas bordadas por las monjas de Santa Eduvina… Sí, eran regalos muy personales, muy decorativos, un almacén de polvo si tienes que ir a trabajar, cuidar de la casa, salir con los amigos y no cuentas con personal de servicio. Me había quedado muy claro que el mejor regalo era el mío, pero eso tampoco era un punto que compartiéramos los comensales de esa mesa. ¿Por qué nos habrían colocado juntos? ¿Éramos los inclasificables, los raritos? Por cierto el madurito a mi lado les había regalado una estancia de cuatro días en un hotel de lujo de la Toscana. Se notaba que dinero tenía, pero no había averiguado todavía a qué se dedicaba.

Yo seguía haciendo cálculos sobre el nexo de mi mesa. Ahora tocaba el turno de perfiles en redes sociales. Quizás por ahí encontraba una pista. A mí me gustaba Twitter, pero no iba a desvelar mi Nick, algunos de mis tweets están escritos para levantar polémica, aunque no tengo muchos seguidores. Los demás, salvo la rubia que era de Tiktok,  y el madurito que era de Linkedin, pertenecían a la órbita de Zuckeberg entre Instagram, Facebook y Whatsapp. A uno le gustaba colgar las fotos de sus vacaciones, a otro lo que escribía en un taller, a la profesora de taekwondo le gustaba compartir dietas proteínicas. En fin, allí no había nada en común. Lo único que me quedaba claro es que el madurito estaba empezando a emplear estrategias más directas para ligar conmigo y no sabía si me gustaba o me estaba molestando.

Aquel individuo me hacía poner nerviosa y una gota de sangre cayó sobre la servilleta blanca de hilo, de cuarenta por cuarenta. Sacó un pañuelo de su bolsillo en tela, me lo acercó y me lo llevé a la nariz.

—Seguro que es la tensión -me dijo esbozando una sonrisa.

—Sí, no es nada, me pasa a menudo. Muchas gracias por el pañuelo.

—Podría adivinar que usted es A Positivo.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo también lo soy y mi compañera de la derecha también.

Me quedé con la boca abierta, la nariz bien tapada y le pregunté a mi compañera a la izquierda por su grupo sanguíneo. Bingo, ella también lo era. Todos en la mesa teníamos A Positivo.

Eso era lo que nos unía. Elvira buscaba un donante de riñón para su hija que cada día se iba apagando. Organizó la boda con la única intención de encontrar un donante compatible con la joven, el mejor regalo que podría ofrecerle, aunque no sé cómo iba a convencernos para realizar la donación. Ese hilo no nos ha quedado claro al madurito y a mí que seguimos saliendo después de aquel día.

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Hace un año que no veo al madurito, se llevó mi amor y uno de mis riñones. Resultó que era cirujano en una clínica privada, la rubia de enfrente era su enfermera. No importa, he decidido bordar mi corazón para que quede más artesanal y con un riñón se puede funcionar igual. Elvira va a ser abuela y cuando vea al bebé sé que me voy a emocionar.

Arancha Naranjo

Ilustración de portada, Martín Andrade.

Sobre Arancha Naranjo 17 artículos
Arancha Naranjo Lumbreras (Palencia, 1969). Española, educada en varios países europeos: Francia, Rusia, Dinamarca. De formación Historiadora y Bibliotecaria, ha incursionado también en el mundo del Derecho, a través de su trabajo en la Administración Pública. En la actualidad se dedica a la escritura, habiendo publicado cuentos en varias Antologías colectivas: Desde el confinamiento: Relatos de urgencia, proyecto del Hospital de Brugos; Antología de Labios rojos, chocolate y una rosa, proyecto amadrinado por Rosa Montero que surgió de las colecciones de Carmín y Chocolate; y ahora participa en un proyecto coordinado por Liliana Blum que ha surgido de los Talleres de Sonia Higuera.

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