Capítulo XXXII, Mujeres en Negro: El secreto del vaho

He conocido a algunas mujeres que fantasean con que eran deseadas por infinidad de hombres, y luego la cosa se queda casi siempre en la soledad del deseo. Desde luego que Diana no era de ese tipo de mujeres. Mi querida cazadora contaba sus incautas presas por docenas. Nunca supe si por darme celos o por amistad pura, pero me había tenido bastante informado. El que fuera una mujer experimentada le ponía al asunto una dosis de picante especial: los hombres somos competidores en todo.

Me levanté hacia las tres de la tarde. Por suerte llevaba en el troler lo necesario para vestirme y salir a comprar dos botellas Moscato blanco Frontera. De este vino ya escribió Plinio el Viejo, ponderando entre sus cualidades la afrodisiaca. Acompañe a las anteriores con otra de Rivera del Duero de Bodegas Pesquera reserva 2008, y con lo necesario para hacer un risotto de boletus: arroz bomba, setas, cebolla, mantequilla, parmesano, caldo y vino blanco.

Cuando Diana abrió la puerta yo acababa de dejar la mochila de Adidas en el altillo del armario del pasillo. Ya se lo explicaría luego. –Vengo molida – me dijo mientras rodeaba mi nuca con sus brazos, yo me dejé hacer. Acercó sus labios a los míos sin miedo a desbaratar el carmín que traía intacto. Los entreabrió y con la punta de su lengua recorrió todo el contorno de mis comisuras. Me soltó de golpe y entre carcajadas se fue al baño.

–Voy a darme una ducha y salgo enseguida.

–De acuerdo. Iré metiendo en el congelador un par de botellas de Moscato blanco.

–Huele muy bien. ¿Qué estás preparando?

–Es una sorpresa, ahora lo verás.

Su costumbre de ducharse con la puerta abierta me permitió observarla desde el umbral durante un par de minutos. Aquello era espectacular. Lentamente me acerqué hasta el cristal de la mampara, ahora bastante empañado por cierto, y golpee con los nudillos un par de veces. Ella limpio el vaho con la mano y me miró como si me llevara esperando toda la vida, y con un gesto de la mano me invitó a pasar. Nos abrazamos desnudos, y en aquellos segundos y en silencio nos dijimos un millón de cosas. Luego nos besamos con tanta violencia, con las ansias reprimidas y el deseo compartido de todo el universo.

Podría contaros toda una suerte de juegos, y tendrían título de novela, serían Los Juegos del hambre. Podría describiros aquellos minutos interminables bajo los hilos de la roseta de su ducha. Podría incluso contaros las palabras que nos susurramos, las que nos dijimos y hasta las que nos gritamos en plena pasión pero, lo guardaré para nosotros.

Abrazados y entrelazadas sus piernas sobre mis glúteos llegamos hasta la cama poniéndolo todo perdido de agua. Hay ocasiones en la vida en las que igual que uno no repara en gastos, tampoco lo hace en miramientos con las cosas. En realidad, teníamos la sensación de que acabábamos de descubrir el sexo, y acaso algo más.

A las dos de la madrugada Diana se llevó la mano a la boca, no tanto por el estropicio como por la posible pérdida.

–¡El Moscato del congelador! Qué pena si ha estallado, me muero de sed.

Le guiñe un ojo con complicidad y al momento le traía una bandeja con el risotto frio, el Rivera fresco y el Moscato a punto de congelarse, todo ello con un par de copas de balón. Había que reponer fuerzas para una larga noche de amor.

–Como agua para chocolate— le dije a Diana antes de que se marchara por la mañana rumbo a FIBES.

— Y tengo que reconocer que el punto dulce se lo has puesto tú –me respondió.

–No te olvides de que el chocolate sin azúcar es amargo, y la caña de azúcar ha sido tuya.

Cerró la puerta con la naturalidad de una pareja de toda la vida, y yo me quedé con una sonrisa llena de preguntas y Catusa enredada entre mis piernas.

Víctor Gonzalez

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