
Al zamparme el docucrimen de Netflix sobre el caso de María Marta García Belsunce he tenido la sensación de quien se asoma al retrato de la familia de Carlos IV de Goya. En ese lienzo el pintor cumplía el encargo de inmortalizar a una monarquía odiosa, llena de vicios y debilidades, pero no se dejaba en casa la mirada con filo, ese ojo crítico que le permitía plasmar con sutil contundencia la fealdad externa y moral de todo aquel celemín de seres impresentables y coronados.

En pleno azote de la brutal crisis económica que vivió Argentina en los primeros años del siglo XXI el matrimonio , formado por Carlos Carrascosa y la finada María Marta, vivían plácidamente, aislados del mundanal caos que sacudía al país, en un espantoso gueto de millonarios con ínfulas. En esa urbanización todo el mundo era amigo, jugaban al tenis en grupo, veían el partido del Boca en grupo, hacían asaditos y bebían mates en grupo. Pero una tarde de domingo muy lluviosa en que María Marta no pudo jugar su partido, vuelve a casa antes de que la masajista acuda a hacerle su masaje relajante. Cuando su esposo se persona en el domicilio un poco después la encuentra muerta en el cuarto de baño.

El desfile tragicómico, el retrato sangrante que sigue es una mezcla de «Dinastía» y «Se ha escrito un crimen». La autopsia que el esbelto y sereno fiscal Molina Pico ordena señala que la tal María Marta recibió seis balazos en la cabeza aquella tarde. A partir de allí todos son sospechosos. El hermano locutor de televisión, histriónico y patán. La medio hermana altanera que no puede explicarse cómo se sospecha de quienes limpiaron el escenario del crimen, tiraron por el retrete la bala y pagaron un certificado de defunción de broma. El otro medio hermano, que fue quien materialmente arrojó el pituto, por poco relevante, ya que debe de ser muy habitual que los cadáveres de luxe pongan pitutos igual que las gallinas huevos. Todos llaman a alguien que conocen en la policía, o a un médico, todos saben que las cosas se consiguen a golpe de talonario y lo admiten sin pestañear ante la cámara goyesca, que simplemente filma, los deja ser.
Soy muy fan de Molina Pico, el hijo de un alto militar, marino él también, alguien de un nivel social alto que decide llevar su hipótesis hasta el final. No sé si equivocado o no, pero es el único que no se resiente, que soporta con dignidad el juicio estético del ojo que graba. Elegante, gatuno, jamás eleva la voz. Se expresa con propiedad
encomiable y mira al entrevistador sin vacilar ni una sola vez. No fuma y tras él aparece una estantería llena de libros. Su personaje favorito de niño era El Zorro, personaje llamado Diego, como él, porque buscaba la justicia. Pasó años en el mar como militar y sabe de los silencios que impone el océano a quien se apasiona por él. Sonríe levemente al asumir que en ese juicio contra toda una clase social que se cree inmune, como el mar cuando se traga un barco, estuvo igual de solo que en su época en el ejército.

En una serie donde ni la muerta resulta simpática pese a la desgracia, en el que la familia se lamenta de ser sospechosa en el horario de máxima audiencia, visitando los programas de Myrta Legrand o Susana Giménez, en un mundo kafkiano donde el tal Carracosa cuenta sin inmutarse cómo uno de los primeros jueces del caso decidió dejarlo libre porque un retrato de su padre juez que tenía sobre el piano de casa se rajó de parte a parte el mismo día que decretó su prisión, en un universo en el que surgen bloggeras aficionadas que se erigen en defensoras del viudo y llevan a una médium a la casa del crimen para ver si el espíritu de la asesinada les sopla la verdad; en un documento en el que el esposo superviviente acaba vendiendo el chaletito del crimen a su abogado, y los ricos siguen siendo ricos que pagan fianzas y se libran, mi personaje favorito es él. el único que en realidad no parece un mediocre actor de culebrón trasnochado.
Patricia Esteban Erlés
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