Comando (parte VIII) Mujeres en Negro

Según nos fuimos acercando al puerto de la Línea, todos mis músculos se tensaron. Desde lejos divisaba a la izquierda y resaltando en medio de la avenida el Hotel Campo de Gibraltar. Frente a nosotros dos patrulleras de la Guardia Civil del Mar que abarloadas permitían charlar a sus ocupantes. Pachón las sobrepasó por la izquierda como rige en las normas más elementales de navegación, y al llegar a su altura hizo sonar la sirena de la embarcación a modo de saludo. Algunos guardias nos devolvieron el gesto a nuestro paso tocando la visera de sus gorras con la punta de los dedos, con una formalidad mitad ortodoxa, mitad chulesca y mitad divertida. Estoy seguro que no les faltaban cartones de tabaco gratis de vez en cuando.

Pachón amarró en el atraque que tenía alquilado, y enseguida comenzó a subir las cajas a cubierta. Ayudé a Fatine a saltar al pantalán y pregunté a nuestro contrabandista.

–¿Voy sacando las cajas afuera?

–Convendría, –me respondió ajetreado— estas cosas se hacen en un suspiro.

Enseguida estuvieron las doce cajas en la trasera descubierta de la pick up tapadas con una lona sucia, y nos dirigíamos al exterior del puerto. Al llegar a la salida la barrera se levantó, con seguridad accionada tras el cristal espejado de la cabina, por algún guardia atento a su teléfono móvil. Una vez fuera por fin respiré hondo y pude relajarme.

Había acordado por teléfono con Pachón el precio del viaje: ciento cincuenta euros por persona. Al llegar a la puerta del hotel, y antes de bajar del vehículo, puse sobre sus manos rudas seis billetes de cincuenta, y un séptimo más en agradecimiento.

–Voy a Gibraltar casi a diario. Si cualquier cosa surgiera… Muchas gracias y hasta otra.

No era de muchas palabras aquel hombre del que tenía buenas referencias, y nuestra despedida fue igual de breve.

Le di a Fatiné la tarjeta de la habitación, y le pedí que se adelantara mientras yo cogía la bolsa del hueco de la rueda de repuesto del BMW  y gestionaba en recepción el alquiler del coche del día siguiente.

Terminadas las gestiones del alquiler, y con la bolsa de Adidas al hombro subí hasta la habitación y, aunque llevaba otra tarjeta magnética en el bolsillo, preferí llamar suavemente con los nudillos. Mi pareja, dicho en el sentido técnico, abrió la puerta enfundada en un albornoz y con una toalla liada sobre el cabello.

–Este hotel es muy bonito compañero. Tengo que reconocer que como base de operaciones en España, has tenido muy buen gusto. Si quieres  y mientras te duchas, yo me visto y me pinto un poquito. Bajamos a cenar y me a vas tener que acompañar a probar en un cajero la tarjeta. Hoy invito yo, y el paseo en barco también corre de mi cuenta; es lo menos que puedo hacer.

Intenté protestar, pero un gesto imperativo y suave de su mano me indicó que de algún modo me estaba devolviendo el mío de la sucursal bancaria de Gibraltar,  y aquellas no iban a ser las única iniciativas que pensaba tomar durante la noche, después lo supe.

Dejé la bolsa dentro del armario de corredera con espejos, y me duché rápido. Al salir encontré a mi Fatine enfundada en un maravilloso traje negro hasta los pies, con la espalda al aire y una abertura lateral de infarto, calzando sandalias en charol de tacón de aguja, y el pelo revuelto y brillante.

–¿De dónde has sacado la ropa?

–Una tiene sus recursos. También en España tengo buenos amigos entre los hoteleros. Localizar tu reserva no me ha sido difícil. He dejado mi maleta en la recepción esta mañana pensando en la noche de hoy.

–Vaya, y yo era el que lo tenía siempre todo previsto.

–No creas que soy tan perfecta como tú. He tenido un olvido imperdonable.

Arquee mis cejas a modo de interrogante.

–La bolsita con toda mi ropa interior se ha quedado en Marrakech.

–¿Entonces vas en comando?

–Voy en comando como dices, si eso es ir sin nada debajo.

Entre carcajadas salimos de la habitación rumbo al exterior, no sin antes dejar el cartelito de Not disturbing   sobre la manilla de la puerta. Ahora la bolsa de Adidas estaba dentro del ropero, así que puse un pequeño seguro impidiendo que nadie pudiese entrar en la habitación.

Víctor Gonzalez

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