Demasiado barato

Viven en un tercer piso sin ascensor y este dato no es una minucia debido a que por la falta de movilidad de ella se encuentran encerrados en una vivienda que además ni tan siquiera es la suya.
– Nos han acogido un hijo mío y su mujer, cuenta él desde el principio.
Y si no hubiera sido así, no sé qué habría pasado ¿sabe usted? ¿Le cuento lo que tenemos los dos de pensión?
Le indico que me gustaría hablar con ella, que se muestra algo ausente y sin decir palabra.
Me doy cuenta de que una de mis mayores labores cuando trabajo con parejas es dar la palabra a las mujeres, que se expresen ellas, que incluso su edad o fecha de nacimiento no tenga que ser respondida por otro, como suele ser lo habitual hasta en las más jóvenes.

Ambos miembros del matrimonio están siendo cuidados por una nuera que a su vez cuida de su marido enfermo, de sus dos hijos, trabaja fuera de su domicilio y se sienta en una esquina del salón como aparente invitada de piedra.

Me resulta complicado darles voz a ellas porque solo se escuchan las quejas legítimas del abuelo, que parece ser el más reivindicativo.
– Mire María, nosotros hemos estado toda la vida trabajando una barbaridad, me dice alzando la voz.
Mi mujer ha criado diez hijos, uno se nos murió y eso nos ha dejado tan tristes que no nos recuperamos, pero lo peor de todo es que después de tanto pasado el día que fui a la Seguridad Social para saber cuánto me quedaba de pensión me dijo el señor que estaba allí que en la mayoría de las empresas en las que había trabajado no habían cotizado por mi.
¿Se imagina cómo me sentí en ese momento? ¿Se lo puede imaginar, yo que no sé apenas leer y no he hecho nada más que echar horas para darle de comer a mis hijos?
¿Sabe usted lo que pasó en ese momento en la oficina?

Y es aquí cuando una voz aguda, que sale de un cuerpo grueso y aparentemente ausente, contesta:
– Cuando se enteró de la pensión que le quedaba se desmayó, señorita. Y el señor de la oficina, cuando lo reanimaron le dijo que no se podía hacer nada porque las empresas ya no existían.
Se desmayó a mi lado cuando supo que entre los dos no cobraríamos ni 700 euros al mes, qué pena.
Y aquí estamos, recogidos, cuando lo único que hemos hecho ha sido esforzarnos siempre por salir adelante lo mejor posible.
Sin casa, sin apenas dinero, mayores y encima dando quehacer.
– Abuelos, vosotros no dais quehacer, responde ágil la nuera.
Es nuestra obligación como familia darnos calor, o si no, suegra ¿a cuántos has tenido tú en tu casa comiendo mucho tiempo?
– A más de quince, a mi marido, mis hijos, mi hermano que enviudó y sus dos hijos pequeños y a mi suegra.
Yo compraba más de diez barras de pan al día y hacía un guiso enorme, pero nadie se quedaba sin comer.

-Pues eso, María, que no los íbamos a dejar solos, eso está claro. Y además, ¿sabes qué?
Mi suegra es mi aliada; ella me ayuda aunque no se pueda levantar del sofá, no se mete en nada y es muy buena oyendo mis penas.
En ese momento la mujer mayor hace el gesto inesperado, adolescente y cómplice de chocar los cinco y las tres mujeres nos reímos mientras el abuelo busca aturdido el documento de sus ingresos sin poder asumir, año tras año, lo barato que le ha salido al capitalismo contratar estas vidas.

María Sabroso.

Sobre María Sabroso 109 artículos
Sexologa, psicoterapeuta Terapeuta en Esapacio Karezza. Escritora

1 comentario

  1. Por lo visto sucede en todo lado. En Perú también. Ese es el costo de la informalidad, de la corrupción de algunas empresas… y claro, de la falta de control.

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