Desirée

Tenía solo 16 años. Era drogadicta desde hace tiempo, pero también una chica como todas en tantas cosas. Alguien que soñaba con lograr cosas, una muchacha a la que le gustaba el arte y que en la zona oscura de su vida se prostituía para conseguir su dosis. Una adolescente capaz de cambiar su móvil por una dosis y de volver al infierno a buscarlo, una tarde de jueves.
Y a la vez la chiquilla que te cruzas en el pasillo con el pelo húmedo de la ducha reciente, la que sube aprisa las escaleras con esa velocidad que solo permiten las converse negras muy viejas. Esa cría es idéntica a una de tus alumnas, a varias de las alumnas que han pasado por tus clases.

Me pregunto qué estaba haciendo yo a la hora en que Desirée cruzó la puerta del edificio en ruinas, en ese barrio bombardeado y nunca reconstruido tras la Segunda Guerra Mundial. Un lugar en el que nadie pensó, al que nadie le quiso dar una vida más allá de la destrucción. En las ciudades suele haber zonas muertas, zombificadas, calles apartadas en las que se apilan las miserias como muebles viejos. Calles llenas de colchones sucios, sillas cojas y alfombras de jeringuillas. Nos olvidamos de ese cadáver urbano, no lo recordamos nunca porque no nos acercamos jamás.
Yo tomaba un café, hablaba con gente querida, caminaba por las calles tranquilas. Subí a un coche y llegué a mi casa. Leí un rato, cené. Me acosté pronto.
A Desirée le dieron una mezcla de drogas. La tumbaron en uno de esos colchones que matarían al instante, con su solo contacto, a cualquier princesa de cuento. La violaron muchas veces, varios hombres. Desirée, la chica que subía fotos a Instagram como todas las chicas de su generación, la joven con melena partida con raya en medio que enseña sus brackets y lleva colgada del cuello una crucecita. La niña drogadicta que necesitaba tanto lo que le daban las calles destruidas que no sentía el miedo suficiente para alejarse de ellas. Desirée, el cuerpo hermoso deseado por las bestias que la trataron como si fuera un animal debilitado, una presa fácil, la cena de esa noche.
Es terrible pensarlo. Saber que hay alguien en el mismo mundo civilizado que tú transitas sufriendo de ese modo. La mantuvieron con vida dándole sorbos de agua y azúcar, drogándola cada vez, tapándole la boca. Algunos vieron lo que ocurría pero nadie hizo nada. En algún momento, diez horas después, la vieron ponerse azul. La dejaron morir allí mismo, en el colchón sucio, reventada y sola.
Han detenido a cuatro africanos, culpables del asesinato y la tortura. Ha aparecido como por ensalmo por esas calles que nunca pisa ningún político el candidato ultra mierda de turno, recordándoles a los vecinos la raza de los asesinos, el peligro de la inmigración, fomentando el odio a lo distinto. Me vienen a la cabeza los cuatro chicos gitanos que el otro día evitaron una violación aquí. Me vienen a la cabeza la manada de salvajes blanquitos y autóctonos, un peluquero, un militar, un guardia civil entre ellos, que en unos sanfermines querían follarse a una gorda entre cinco porque no hay nada más fetén que eso. Bueno sí, grabarlo y robarle el móvil a la gorda, tras abandonarla en un portal.
Chacal, le han gritado unos vecinos valientes al político oportunista, al azuzador de avisperos, al que solo se ha acordado de una chica con problemas cuando sus problemas se la habían llevado por delante.

Patricia Esteban Erlés

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