
El sudor resbala abriéndose camino, por el cauce de la espalda, se desliza por los abruptos montículos de las vértebras dejando el rastro de una sensación dulce a la vez que cosquillosa. La penumbra atraviesa una persiana que parte en minúsculos rectángulos la luminaria que debe haber afuera. Fuerzo la mirada para reconocer la alcoba. Delante de mis ojos se difumina el contorno de una mesilla repleta de cosas variopintas; descubro un reloj, más por el ruido del tic tac que por su figura, al lado, una foto de una mujer de edad indefinida y con un sombrero amplio, me sonríe plastificada. Unos papeles arrugados, una funda de gafas, una lámpara con palmatoria y un vaso con rastros de lo que , envuelto en las nubes del sueño, me parece vino, conforman el amasijo de cosas inertes que contiene la mesilla de noche. A lo lejos un almanaque con un grabado de infante mofletudo, me mira con descaro.
Intento darme vuelta, con la dificultad de tropezar con otro cuerpo que no reconozco. De pronto me doy cuenta que alguien extraño respira a mi lado. Respira fuerte, sin llegar a ser ronquido, con el compás inerte de un sueño muy profundo. Mi sudor se ha mezclado con el suyo en una noche que se queda perdida entre vapores y ruidos que apenas identifico. Desato, como puedo, mi cuerpo de un abrazo que pesa, casi molesta, por lo desconocido. Aguzo la mirada buscando algo que me pertenezca; a lo lejos distingo unas medias negras, un guante negro también, que yace inane al fondo de la cama, al tiempo que descubro el otro cubriendo, arrugado, mi mano. Es posible que la premura del deseo impidiera quitármelo, o fuera atrezzo de una noche que auguro dantesca, por el calor que me desprende el cuerpo y la laxitud de mis piernas. Un zumbido, a la vez que un rayo fulgurante, cruza mi frente, es el aviso que me indica que el dolor durará muchas horas. Ayer bebí. La celebración de mi recuperado puesto de trabajo, lo propiciaba. Mi cabeza me cuenta el porqué se perdió la memoria a una hora imprecisa. No puedo evitar sentir la zozobra de no reconocer el sitio donde duermo.
Me desato del abrazo del que yace a mi lado con gesto suave, no vaya a despertarse y comience el tiempo de preguntas sin respuesta. Planeo la huida, mientras prometo y juro por mil dioses que nunca más volveré a beber hasta el punto de perderme y olvidar que he vivido.
Vuelvo el rostro: él sigue dormido. Le cont
Más tarde, quizá recoja los restos de la resaca, de un aliento ensimismado de soledad y miedo y replantee mi vida. Lo de dejar de beber queda proscrito a una próxima entrega. A lo lejos, el sonido de unas campanadas, me dicen que son las tres, pienso que de la tarde, porque una tibia claridad entra por los rincones de esa ventana que oculta el futuro.
María Toca
Deja un comentario