El hijo del dios.

En 1978 encontraron muerto en la cama de una habitación de hotel a Scott Newman, su único hijo varón, fruto de su primer matrimonio. Sobredosis de alcohol y pastillas, un sueño demasiado largo para el muchacho que creció a la sombra de un padre triunfador, ausente de su vida y de la sus hermanas después del tormentoso divorcio. Scott trabajó como doble en películas y cantante de clubs nocturnos. Es curioso que fuera el actor que sustituía a otros en escenas de acción, un cuerpo sin rostro avistado en un caída, el jinete o el motorista fantasma del héroe. De alguna forma trató de ganarse la vida imitando, de lejos, la carrera de aquel desertor formidable al que adoraba todo el mundo. Tuvo mala suerte, o le faltó talento. Se aficionó a los calmantes después de un accidente de moto, bebía demasiado para rumiar esa insatisfacción permanente de los hijos de un dios. En algunas fotos posa junto a su padre. No está con él, aunque les separen unos centímetros y miren en la misma dirección, los dos pares de ojos azules cubiertos por las mismas gafas de sol setenteras, mirando una carrera. Entre ellos creció esa barrera invisible, esa cautela de los cuerpos de quienes en otros tiempos estuvieron muy cerca y se separaron para siempre. No son dos desconocidos: se conocieron bien, pero llegaron a desaprenderse con el paso de los años. Scott nunca parece feliz en esas imágenes. Hay un rictus contrariado en su rostro, que se parece y no se parece al del padre ídolo. Nunca sonríe con la ironía amable, con la confianza del hombre adorado por las masas que se marchó de casa y fundó otra familia en una casa con jardín, llena de niñas rubias.
Cuando encontraron el cuerpo sin vida de Scott, Newman pasó noches rondando por la ciudad, bebiendo, enloquecido por el remordimiento. Y empezó a correr en carreras de coches a los 53 años, porque la velocidad, esa droga dura, era lo único que le hacía olvidar su estruendoso fracaso como padre, lo único que ahora lo convertía a él en doble de su hijo, adicto a la velocidad y el olvido. Se puso un mono rojo que le quedaba increíblemente bien con las canas y las gafas oscuras. Participó en Le Mans, se quedó segundo. La mujer del patrocinador le pidió que se quitara las gafas para ver de cerca sus ojos legendarios. «Lo pensaré«, dijo él, pero las llevó puestas de día e incluso de noche, en la fiesta que siguió a las carreras, a modo de silencioso desafío. El patrocinador, airado ante tal desplante, retiró diez millones de la campaña. Newman, eso creo yo, debió de encogerse de hombros y sonrió, burlón como el mejor de sus personajes.. Mucho que le importaba a él. Había decidido ya comprar su propia escudería.
Patricia Esteban Erlés.

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