El lenguaje era poder.

De niña me fijaba mucho en cómo hablaba la gente. No he cambiado en eso. Me gusta analizar a las personas por lo que dicen y el envoltorio que, tal vez sin percatarse de ello, sin echarle cuenta, eligen para decirlo. Enseguida me quedo con los tics verbales, encuentro las palabras favoritas de cada cual, descubro si A es más de estilo adversativo o B tiende a la causalidad. Me encanta cuando alguien emplea una voz rara, casi olvidada, y siento que la rescata de un viejo baúl y vuelve a darle vida. Hay gente luminosa cuando habla, capaz de hacerte viajar a una historia cada vez que abre la boca, gente oscura que casi nunca acaba sus frases y te sume en un naufragio de puntos suspensivos o muletillas que empujan su discurso a un abismo muy negro.
En el cole escuchaba boquiabierta a mis maestros, que me parecían más listos y cultos que nadie. Les robaba adverbios de modo, ablativos absolutos, expresiones que se me antojaban deslumbrantes aunque no supiera darles nombre. Apresaba oraciones aprendidas en libros, memorizaba todo aquello que me había fascinado aun antes de conocer su significado preciso. Nos enamoramos por intuición, también eso ocurre con la lengua. Me quedaba sin pudor las palabras que me hechizaban. Me hehizaban los adjetivos, esos ayudas de cámara del sustantivo que convertían al nombre en un caballero engalanado. Por fuerza cuando yo las empleaba debía de resultar una criatura tirando a siniestra, repelentísima. Pero cómo gozaba solo de oírme pronunciarlas, de saber casi por instinto cuándo podían usarse, de sentir que me iba apoderándome poco a poco de aquel tesoro inagotable.
Yo creo firmemente que el lenguaje es un ser vivo, que tiene todo el derecho del mundo a crecer y cambiar, a morir un poco cuando ya no hace falta tal palabra, a apropiarse de aquellas que va necesitando. Pero me parece una rendición progresiva a la vulgaridad, una derrota absoluta que se admita el error como norma, solo porque ese error se comete mucho y gana a la forma correcta, a la que puede explicarse mediante criterios lingüísticos. Algunos dirán que en saltarse la norma está justamente la libertad. Yo apuesto por otra forma de ser libre, entonces. La que elegí de niña, que era aprender palabras por placer, usarlas bien porque son bonitas y contienen, en sí mismas, una historia
Patricia Esteban Erlés.
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